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Mostrando entradas de marzo, 2022

Desnaturalizado

En el carricoche, extendidos los miembros, las uñas enredadas en la mantita, el cuerpo caliente dentro del jersey de punto confeccionado a mano. ¡Oh menestral, mi menestral!, diría si pudiera. Coches humeantes, farolas ciegas, escaparates sin reflejos, ancianos desnortados, mierdas de perro, reclamos visuales que van al desagüe de sus ojos soperos y desaparecen, apenas ya un rastro en el olfato amnésico. Agradece los cuidados físicos y verbales, incapaz de negar cómo la voz amada abriga y arrulla incluso más que el jersey, las molestias que ella se toma por hacerle la vida más cómoda, muelle se decía antes de la llegada de lo viscolástico, y entorna los ojos sin llegar a dormirse, recuerdos del pasado aporrean la aldaba del cerebro para inquietarlo. Ahí va corriendo detrás del cuatro por cuatro, la lengua fuera, el polvo del camino envolviendo todo su cuerpo, a la zaga de sí mismo, ladrando jubiloso. Ahora, desanimalizado en su inasumible humanidad se siente patético. Gruñe enrabietado

He venido a soñar con mi libro

Caminaba por la librería buscando mi libro. Era mi sueño y había venido -o ya estaba, imposible precisarlo, porque en lo onírico el espacio y el tiempo son lábiles- a soñar con mi libro. Me costaba encontrarlo. Pensé o soñé que el siguiente tendría como poco quinientas páginas, y por tanto, un buen lomo, un ejemplar apetecible que el lector compraría y leería gustosamente, automáticamente, como sería entonces también su escritura. Lo sacaba a hurtadillas de la sección local, regional, provincial, autonómica, a saber, y mientras lo hacía pensaba -o puede ser que lo invocara- en Cărtărescu, porque como él yo quería ser también un autor global, incluso viral, no un autor rumano o riojano. Y llevaba el libro a la zona común, y veía a mi lado a Giráldez (olvidemos a Martín), a Gutiérrez, a Menchu y a Pablo, a los Halfon, a Mercedes y a Eduardo, a Harwicz, a Hernández, a Hidalgo, sí, había muchos más escritores en danza, pero mi mente iba solo a posarse en los que me gustaban, aquellos a los

Burdeos

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  Atrapa Burdeos con su belleza exuberante, explícita en los edificios señoriales. Borrados casi todos los rastros medievales, edificada una nueva ciudad, de corte parejo y homogénea, con mano de obra esclava traída de las colonias, erigiendo una ciudad que nunca será suya. La plaza de la Bolsa frente al río Garona, cuya anchura de cauce hace perder la mirada en el horizonte. En invierno, sin la lámina de agua, el cielo no se envanece ante el  espejo. Por la Place de la Comédie, uno imagina los faetones llevando a mujeres engalanadas a sus citas, o cruzando a pie, tras abandonar el Grand Hotel, para ir a ver una ópera en el edificio de enfrente. Con un par de canelés bien provistos de ron, la mirada perdida entre la piedra, blanca o negra, según los barrios, o incluso en dos edificios anejos; un ojo sobre las vías para no morir arrollado como el insigne arquitecto, por un tranvía moderno, no como los de Lisboa, o por un ciclista o un patinador (si podemos conceder tal nombre a quienes

Maraña de espinas

El padre entra en el cuarto, el hijo espera la reprimenda, la advertencia, el consejo. Algo lleva en la mano. No es una zapatilla ni un cinturón. No puede serlo porque su padre no es violento. Es un libro que comienza a leer. El hijo mira al padre desde la cama, la sombra alargada y proyectada a su derecha. Las manos se agitan. La temática no es propia de un cuento, porque no es un cuento. Es una novela. El padre lee, le lee Lolita. Lee y explica agitado. Extrae conclusiones, desbasta el texto del gigante ruso buscando sentido y significados. El hijo asiente sin pestañear, la almohada sobre el calzoncillo, y entiende a medias lo que su padre, víctima de la excitación, le dice. Hora de dormir. ¿Cómo? Roto el encantamiento. Aquello que entró por la puerta siendo su padre, ahora sale siendo algo más grande, desconocido, ignoto, sorprendente. Mejor.