Punto de fuga

Al sonar el teléfono inalámbrico me sobresalto. Al contestar, cuelgan. Alguien aporrea la puerta de casa, pero detrás de la mirilla no hallo a nadie. En mi pulsera, el reloj me avisa cada hora con un pitido suave. Las once de la mañana. Trato de aquietarme en el sofá, estirando las puntas de las pies, dirigidas hacia la ventana. Más allá, el horizonte es un sumatorio de montañas con crestas nevadas bajo un cielo impasible. He dejado las pochas al fuego. Me avisa el huevo despertador de que el tiempo de cocción ha concluido. Destapo la cazuela. Limpieza de cutis involuntaria. Están al punto: mantecosas. Me quemo la lengua. Oigo tronar la alarma de un camión de bomberos, veloz cual ambulancia. Me asomo a la ventana. No veo columnas de humo negro por ninguna parte. Tengo los pies helados, las uñas rasguñan la tarima flotante en mi desplazamiento. Al respirar, el vapor de agua cubre mi inmaculado rostro, velándolo. Sin rostro, los pensamientos desaparecen. En el espejo del baño, sin ojos, no puedo confirmar mi cuerpo sin cabeza. No obstante, sigo respirando. Más estertor que respiración. Doy una palmada que no oigo. Un cuerpo que al caer no siento. La cabeza la encontrará la casera días después, en la divisoria entre el salón y el pasillo, cuando como cada día cinco pase a cobrar el alquiler. 

 

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