He venido a soñar con mi libro

Caminaba por la librería buscando mi libro. Era mi sueño y había venido -o ya estaba, imposible precisarlo, porque en lo onírico el espacio y el tiempo son lábiles- a soñar con mi libro. Me costaba encontrarlo. Pensé o soñé que el siguiente tendría como poco quinientas páginas, y por tanto, un buen lomo, un ejemplar apetecible que el lector compraría y leería gustosamente, automáticamente, como sería entonces también su escritura. Lo sacaba a hurtadillas de la sección local, regional, provincial, autonómica, a saber, y mientras lo hacía pensaba -o puede ser que lo invocara- en Cărtărescu, porque como él yo quería ser también un autor global, incluso viral, no un autor rumano o riojano. Y llevaba el libro a la zona común, y veía a mi lado a Giráldez (olvidemos a Martín), a Gutiérrez, a Menchu y a Pablo, a los Halfon, a Mercedes y a Eduardo, a Harwicz, a Hernández, a Hidalgo, sí, había muchos más escritores en danza, pero mi mente iba solo a posarse en los que me gustaban, aquellos a los que quería ver haciéndome compañía, y en esas estaba mirando mi ejemplar a media distancia, como quien observa, con el debido arrobo, un cuadro en el Prado, cuando deshaciéndose el encantamiento escuché un reproche, una censura, una airada recriminación. Mi libro debía estar con los autores regionales. Oía aquello y pensaba impensadamente en Coros y Danzas. Un joven, diligente y algo mórbido, lo extraía (mi libro) de la estantería con precisión quirúrgica y en un santiamén allí estaba de nuevo. Donde debía de estar.

Y menos ínfulas, clamaba alzando un dedo admonitorio con la uña del índice comida hasta la cutícula, la cabeza con el vaivén de un péndulo desquiciado.

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