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Cuentos veraniegos (quinto)

  Coincide el apagamiento de las farolas con el encendimiento del cielo, ahora cuajado de estrellas. El silencio es sepulcral, la voz narradora, cadenciosa y suave. Fijos los ojos en el cielo para buscar la osa mayor, la menor, el carro, la estrella polar. El mismo cielo que veían los griegos hace miles de años. La mitología, sus dioses y diosas están ahí, en el reguero de leche de la vía láctea, también el zodiaco. El niño abre los ojos y apunta con el dedo el curso de una estrella fugaz que desaparece en el horizonte. Brillantes los ojos de pura emoción.

Cuentos veraniegos (cuarto)

Camina detrás del padre por la librería como un perrito faldero. Parados frente a la estantería el padre extrae un libro. No media el azar. Clama el padre Cuando emprendas tu viaje pide que el camino sea largo lleno de aventuras lleno de experiencias mas no apresures nunca el viaje mejor que te dure muchos años y recuerda que nada hallarás si no lo llevas dentro de tu alma. El joven contempla con estupor al desconocido padre, su desmadejado porte, la voz ahogada, mil lestrigones en la mirada. El padre guarda con mimo el libro para avanzar juntos el camino.

Cuentos veraniegos (tercero)

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  Ahora que ya estás aquí no sabes hacia dónde encaminarte. El blancor te evocaría el inmaculado paraíso, pero la mirada, empachada de nubes de algodón, busca la disonancia en el cielo parcelado, la discrepancia en el paisaje, la fisura, y anhelaría el calor del infierno, la llama insuficiente del deseo, el picapica del sudor en la espalda, el aroma de la carne en la fricción, el corazón al galope buscando su sombra. Por eso te paras a mirar a tu alrededor y gritas, ¿a quién? tu desdicha eterna. Y el eco es interior para desgarrarte en su reverberación y desespero.