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Vida plena

Escucho la misa de difuntos ubicado en uno de los bancos del coro. Algunos rayos se cuelan por las vidrieras y doran los barrotes. Al fondo, delante del altar, el cura habla del infinito amor que Dios nos profesa, de la vida eterna. Y pienso en voz baja si la fe será capaz de reconfortar a la madre que ha perdido a su hijo de cincuenta y cinco años cuando vuelva a su casa. O a la mujer que ha perdido a su esposo. O a  los hijos que han perdido a su padre. Pienso en una ausencia irreparable y mitigada, no sé en qué medida, ni de que manera, por la fe. Y poco antes de acabar la ceremonia, una mu jer se dirige al lado del altar para decir unas palabras, entrecortadas, rotas por el dolor de la muerte y la ausencia y el vacío físico, pero poco a poco esa voz va cogien do fuerza y consistencia, y es capaz de revelarnos una verdad que va mucho más allá de creer o no, porque habla de que el muerto ha tenido una buena vida, una vida plena, y que ha sido feliz. A e so hay que aferrarse, a esa v

Pánico

  Como cada sábado fui con mi hija pequeña a la perrera. Le encantan los perros. A mí no, pero hay que hacer concesiones. Un perro en propiedad no, ir a la perrera sí. Un punto intermedio. Un perro en alquiler. El coste del apadrinamiento. Hacía muchísimo calor, era mayo, y no habían dado las once. Un buen número de coches ocupaban los márgenes de tierra próximos a la perrera. El ruido era ensordecedor. Nuestro perro, el que teníamos apadrinado, tiraba de nosotros, de la correa que nos intercambiábamos con el ímpetu con el que un reno tiraría de un trineo. Su hocico iba olisqueando todo, todo su escuálido cuerpo convertido en un sentido: el olfato. Olía y comía hierba. Nos miramos asombrados y sin resuello, paseados como íbamos por el perro, que era perra. Paramos bajo un árbol buscando una sombra voluptuosa y la perra seguía comiendo hasta que comenzó a toser. No digo que se pusiera blanca, porque su lomo ya era blanco y negro, pero algo no encajaba. Mi hija me miró muerta de miedo. ¿

He venido a soñar con mi libro

Caminaba por la librería buscando mi libro. Era mi sueño y había venido -o ya estaba, imposible precisarlo, porque en lo onírico el espacio y el tiempo son lábiles- a soñar con mi libro. Me costaba encontrarlo. Pensé o soñé que el siguiente tendría como poco quinientas páginas, y por tanto, un buen lomo, un ejemplar apetecible que el lector compraría y leería gustosamente, automáticamente, como sería entonces también su escritura. Lo sacaba a hurtadillas de la sección local, regional, provincial, autonómica, a saber, y mientras lo hacía pensaba -o puede ser que lo invocara- en Cărtărescu, porque como él yo quería ser también un autor global, incluso viral, no un autor rumano o riojano. Y llevaba el libro a la zona común, y veía a mi lado a Giráldez (olvidemos a Martín), a Gutiérrez, a Menchu y a Pablo, a los Halfon, a Mercedes y a Eduardo, a Harwicz, a Hernández, a Hidalgo, sí, había muchos más escritores en danza, pero mi mente iba solo a posarse en los que me gustaban, aquellos a los

Burdeos

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  Atrapa Burdeos con su belleza exuberante, explícita en los edificios señoriales. Borrados casi todos los rastros medievales, edificada una nueva ciudad, de corte parejo y homogénea, con mano de obra esclava traída de las colonias, erigiendo una ciudad que nunca será suya. La plaza de la Bolsa frente al río Garona, cuya anchura de cauce hace perder la mirada en el horizonte. En invierno, sin la lámina de agua, el cielo no se envanece ante el  espejo. Por la Place de la Comédie, uno imagina los faetones llevando a mujeres engalanadas a sus citas, o cruzando a pie, tras abandonar el Grand Hotel, para ir a ver una ópera en el edificio de enfrente. Con un par de canelés bien provistos de ron, la mirada perdida entre la piedra, blanca o negra, según los barrios, o incluso en dos edificios anejos; un ojo sobre las vías para no morir arrollado como el insigne arquitecto, por un tranvía moderno, no como los de Lisboa, o por un ciclista o un patinador (si podemos conceder tal nombre a quienes

Mecánica ciclista

          Veo a Tadej Pogacar proclamarse vencedor en la última edición del Tour de Francia y mi mente viaja mucho tiempo atrás, a las gestas de Perico, Fignon, Hinault, Pantani, Lucho Herrera. Recuerdo, frente al televisor, a José Luis Laguía haciendo cumbres, cosechando puntos para el premio de la montaña. Mis recuerdos van para Lejarreta, Gorospe, Arroyo, Chozas, Lemond, Vicente Belda... Cada corredor tenía su correspondiente canica -en mis manos infantiles- sobre la alfombra y aquel grupo se disponía a correr el Tour, la Vuelta a España en etapas, una por día. Aquellos veranos, libre de las servidumbres digitales, daban mucho de sí. Desplazaba las canicas con el dorso de la nariz y los Súper Humor bajo la alfombra hacían los puertos. Cuantos más Súper Humor mayor la categoría. Luego, con el metro, cada centímetro que separaba a cada corredor de la meta, una vez superada esta por el ganador de la etapa, se convertía en segundos, minutos, después en clasificaciones a lapicero en el c

La vida menguante

Él, Manuel, ella, no recuerda su nombre, ni tantas otras cosas. Junto a la cinta transportadora agarra pilas, chicles, caramelos, snacks, manos le faltan. Deja eso, cariño, devuélvele el calabacín y las zanahorias al señor, deja trabajar a la cajera, cariño. Ella ha olvidado su nombre y aunque septuagenaria desconoce el mundo casi por completo, pero aún siente la lumbre del amor y el afecto. O eso piensa Manuel al coger hasta estrujar su mano fría con la desesperación y avidez de un náufrago. Abandonan el supermercado juntos. La bolsa y la vida, menguante, una en cada mano de Manuel.