¿Cómo era posible que en 2089 aún hubiera calvos cuando los tetrapléjicos hacía ya décadas que habían abandonado las camas y sillas de ruedas para volver a hacer vida normal; cuando la luna estaba desquiciada con tanta despedida de soltera conculcando y emponzoñando sus dominios cada fin de semana; cuando los paquetes de HORIZON que monopolizaban el irrespirable espacio aéreo viajaban por el aire con la ligereza de una pluma (licencia poética del narrador, dado que ya no había aves en el cielo ni árboles en la tierra y las únicas plantas conocidas eran las petroquímicas) hasta llegar a los hogares domóticos, cuyas azoteas estaban revestidas en su totalidad con placas solares, acogiendo en un espacio minúsculo el amerizaje de los drones; cuando se preparaban viajes espaciales, evidentemente a precios astronómicos, para ir a visitar nuevas galaxias recién descubiertas. Sí, el infinito al alcance de la mano, no de cualquiera, por supuesto, sino de unos pocos ¿afortunados?, dado que el progreso acelerado no había permitido acabar con las clases sociales ni con la desigualdad, y los siervos digitales y esclavos de la velocidad se contaban por cientos de millones por todo el orbe digital, empleados en corporaciones que habían reemplazado a los gobiernos en la gestión de los problemas de la ciudadanía, para acrecentarlos, y a finales del siglo XXI, la ciudadanía había devenido conshumanía, las ciudades se habían vaciado hacia la periferia, en la que se sucedían los transparentes rascacielos babélicos con las urbanizaciones clónicas, de corta y pega, extraídas de la película Vivarium; película que diez generaciones atrás los espectadores (palabra ya abolida) pudieron ver en la gran pantalla de un cine: otra antigualla más del pasado remoto; cuando el agua era un bien escaso, propiedad de Watercorp, cuya fabricación y fórmula monopolizaba en exclusiva, porque si hasta un niño robótico de tres añitos sabía que el agua era la combinación de dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno, únicamente Watercorp había sido capaz de crearla con éxito en un laboratorio, aupado desde entonces a la cabeza de los índices bursátiles mundiales, convertidas las desalinizadoras en un negocio emergente, como lo fueron en su día las tiendas de Compro oro y las casas de apuestas, y estaban presentes en cada megalópolis?
El problema fue que la sequía y el calentón global acabaron convirtiendo el Mediterráneo en 2069 en un desierto (ya lo había sido en la antigüedad) para alegría crematística de empresas como CFC, que siempre lo habían considerado una quimera, y se ofrecieron en el acto a rellenar aquel inmenso hueco, que permitió conectar España con Turquía mediante la llamada Ruta de la Brea.
Cada vez había menos agua salada de la que echar mano, pues todos los océanos estaban achicándose, los ecosistemas marinos agotados. El Océano Pacífico había dejado de serlo y grandes criaturas marinas de aspecto aterrador, híbridos de lampreas y siluros monstruosos, devoraban los trasatlánticos que se aventuraban por sus aguas, como el que se come una banderilla a modo de aperitivo; aguas cuya temperatura hacía imposible que llegase a las tiendas el pescado fresco. La industria farmacéutica había ganado la guerra a la de la alimentación, satisfecha desde entonces por los conshumanos con pastillas de todos los sabores imaginables.
¿Cómo era posible por tanto que en 2089 aún hubiera calvos? ¿No era aquello una monumental y có(s)mica tomadura de pelo? ¿Una ofensa que pedía a gritos una reparación? ¿Una drástica solución ante simpar calvario?
Esta misma pregunta y planteamiento se hacían enfurecidos -primero en las redes, y luego en las calles, plazas y ágoras de todo el mundo- la horda de millones de calvos que tomaron las calles de todas las ciudades el día en que todo el mundo conocido concluyó. Una marea imparable que lo barrió todo a su paso; un estallido inevitable a tanta ira acumulada durante siglos de un progreso científico ininterrumpido que siempre los ninguneó y arrumbó convirtiéndolos en parias.
Se veía venir. Era el sentir general. El pensamiento que menudeaba en las mentes de todos los conshumanos antes de que el cabecilla de la monumental algarada, Gran Bola de Billar, llegará al Último Botón de Succión Galáctica, y al presionarlo se ejerciera sobre la realidad el efecto contrario al Big Bang.
Sí, se veía venir, pero nadie movió un dedo, como había sucedido cuando se calentó el planeta y la gran sequía diezmó la mitad de la población mundial. O cuando las altísimas temperaturas obligaron a vivir en los hogares o bajo tierra, pero ya siempre a cubierto. O cuando hubo que poner freno a la longevidad, fijada a los noventa y nueve años, aunque el mercado, como con la compra de los derechos de emisión de la era prepandémica, permitía comprar años a gente desesperada. Así, un grupo de vejestorios adinerados, pudo ver el mundo desde globos oculares centenarios. Rozando incluso la inmortalidad como ajolotes, testigos del paso de un tiempo que no traía nunca nada bueno. Porque la humanidad, que ya nadie en su sano juicio era capaz de definir -redefinida por tanto como conshumanidad- siempre llegaba tarde a todo y nunca alcanzaba su sombra ni su espíritu. Cuando la única política siempre exitosa había sido la de los hechos consumados, los recursos consumidos, y los beneficios entre cuatro repartidos.
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Últimas noticias de la humanidad, relato extraído de mi libro Últimas noticias de la humanidad (Ápeiron Ediciones, 2023)