En el desayuno, a la mesa, la mujer en el centro, los dos críos a los lados, no levantan los ojos de la pantalla ni saludan. Toma un espresso y sale a la calle. Corre para coger el autobús. En su interior, aún es de noche, las luces de las pantallas iluminan los rostros legañosos. Camina hasta al fondo sin que ninguna cabeza advierta su presencia. Baja seis paradas después. Es el primero en llegar al trabajo. Baja al sótano a tomar otro café: agua quemada teñida de negro, su gasolina. Regresa a la mesa, pone en marcha el ordenador. Tarda en arrancar y cargar las aplicaciones. El escritorio es un abarrotería en el que no caben más iconos. Mira a su alrededor. La media docena de personas que han ocupado sus puestos en ese impasse , ya tienen los ordenadores encendidos, pero su atención es captada por la pantalla líquida del móvil. Su jefe pasa a su lado embebido en una videollamada y sin saludar entra en el despacho. En la impresora, el adjunto del jefe trastea en Instagram si...
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