En el desayuno, a la mesa, la mujer en el centro, los dos críos a los lados, no levantan los ojos de la pantalla ni saludan. Toma un espresso y sale a la calle. Corre para coger el autobús. En su interior, aún es de noche, las luces de las pantallas iluminan los rostros legañosos. Camina hasta al fondo sin que ninguna cabeza advierta su presencia. Baja seis paradas después. Es el primero en llegar al trabajo. Baja al sótano a tomar otro café: agua quemada teñida de negro, su gasolina. Regresa a la mesa, pone en marcha el ordenador. Tarda en arrancar y cargar las aplicaciones. El escritorio es un abarrotería en el que no caben más iconos. Mira a su alrededor. La media docena de personas que han ocupado sus puestos en ese impasse, ya tienen los ordenadores encendidos, pero su atención es captada por la pantalla líquida del móvil. Su jefe pasa a su lado embebido en una videollamada y sin saludar entra en el despacho. En la impresora, el adjunto del jefe trastea en Instagram sin reparar en él. Piensa que un detector de humanos sería una buena app, quizás la única manera factible de hacer sentir su presencia. Acaba las ocho horas sin haber hablado con nadie. En el camino de vuelta a casa, en el autobús, más de lo mismo. O de lo mínimo. Al llegar a casa dice Hola, sin obtener respuesta. Ayer vio solo en el sofá un episodio de The Last of Us. Piensa que el apocalipsis revelado ya ha sucedido. Está presente en su casa, en su ciudad, en su trabajo, en toda su realidad. El mayor truco del diablo es hacernos creer que no existe. Qué sabio era Baudelaire, piensa.