1
Todo comenzó con la disección del corazón. Fue
aquella la primera vez que Lucas vio el misterio oculto en el interior de un
animal. Cuando muchas tardes, en el patio del colegio, caía al suelo y
regresaba a casa con las rodillas ensangrentadas, la sangre manchando el
chándal, mil veces remendado por su madre, parecía no formar parte de su
cuerpo, sin alcanzar a entender Lucas cómo era posible que de su interior
saliera aquel líquido rojizo, denso, que al chuparlo le sabía a hierro.
En el laboratorio, los alumnos mantenían la
vista fija en las manos de la profesora, que con el bisturí en la mano
izquierda iba seccionando las partes del corazón del cerdo dispuesto sobre la
mesa. Lucas y Raúl miraban el corazón de la profesora en la distancia y el
suyo, en la proximidad, con aprensión y asco. También con miedo, fabulando que
en cualquier momento el corazón fuese a salir por patas.
Tuvo Raúl la ocurrencia de arrimar su cara al
corazón. El lóbulo rozando el músculo inerte. Comenzó a vocear, diciendo que lo
oía latir, desatando el delirio en el aula. El resto de los niños replicaron la
acción del Raúl y llegaron a la misma conclusión. Los corazones latían. La
profesora, la joven Matilde, apurada, fue corriendo entre las mesas, tratando
de sofocar la rebelión, moviendo mucho los brazos y las manos, como quien
pretende apagar un fuego.
Jorge, el gallito de la clase, cogió su corazón
y lo lanzó por los aires. Corazón alado que al chocar con el encerado cayó al
suelo. Matilde lo cogió y lo devolvió a la mesa de Jorge. A su alrededor
volaban los corazones. Los alumnos se golpeaban con ellos usándolos como si
fuesen almohadones, manchando sus uniformes. No parecía importarles lo más
mínimo las reprimendas que pudieran acarrearles la inesperada y godible batalla campal.
Matilde cogió aire. Fue a la mesa. Tomó asiento.
Observó la escena. Pensó lo que El Bosco sería capaz de hacer con semejante
frenesí. Dejándose de ensoñaciones, a su lado, el bisturí musitaba un lenguaje
que a medida que aumentaban las pulsaciones y su corazón se aceleraba, se iba
volviendo más claro e inteligible. Miró a Jorge. Devolvió la mirada al
bisturí. Refulgía. Y si lo miraba fijamente creía estar guiñándole un ojo a sí
misma.
Matilde se alzó. Con el corazón a punto de
reventarle en el pecho, abandonó el aula, taponando los oídos con las manos.
Los niños celebraron la victoria con vítores y palmas. Uno de ellos, el más
veloz, corrió hasta la mesa de la profesora y se hizo con el bisturí.
2
Jandro, el velocista. Apuntaba maneras desde
prescolar. No sabían determinar si lo suyo era hiperactividad o si llevaba el
atletismo en la sangre. Pulverizó cada marca escolar. En cuatro vueltas a la
manzana era capaz de doblar dos veces a los compañeros más lentos. Jandro era
pequeño, correoso, muy movido y hablaba por los codos. Hablaba tan rápido como
zapateaba. Los sobresalientes en gimnasia no compensaban los suspensos en el
resto de las asignaturas. Cuando Matilde salió del aula, pocos segundos después, ya blandía Jandro el bisturí en la mano derecha, con orgullo, como si fuese el testigo de una carrera de relevos. Jandro no se percató de que el resto de
la clase, como un solo cuerpo, se le venía encima y tuvo que hacer uso del
bisturí, que no soltó, para no morir ahogado. La melé se fue deshaciendo. Uno
había recibido un corte en la pantorrilla, otro en la mejilla, alguno en el
vientre. A Jandro el bisturí le salvó la vida, pero lo metió en un buen lío. Era
complicado determinar si todas aquellas laceraciones eran la consecuencia de una
defensa o el resultado de un ataque. Si se trataba de un juego de chiquillos o si el
amontonamiento podía haber devenido letal.
3
Fue Jorge el que la lio parda. Cuando Jandro
pudo deshacer la masa humana, y recuperar el aliento, recibió un tortazo
de Jorge que le hizo besar la pared. Al caer, el bisturí fue también al suelo.
Jorge lo agarró. Entre bromas y veras fue marcando a sus compañeros con
pequeños cortes. A los amigos les dibujaba corazoncitos en los lampiños pechos
descubiertos, con las dos iniciales de los enamorados dentro del irregular
corazón. A los enemigos, en la espalda, los fue marcando con cruces, con
círculos o con hashtaghs ofensivos.
Marta, al sentir que el aire no le llegaba a los
pulmones y ver cómo la ansiedad crecía en el pecho, creyendo morir, corrió
hacia la puerta. Tiró del pomo. La puerta no se abría. No podía ser.
La hijaputa de Matilde los había dejado encerrados, pensó.
4
Bruno, el conspiranoico, se dirigió al centro
del aula. Subió a la mesa y sintiéndose un predicador comenzó a largar su
discurso. Todos conocían de sobra sus ideas negacionistas y conspiranoicas
acerca del holocausto, del cambio climático, de las vacunas, de la caída de las
Torres Gemelas. Lo que no sabían y descubrieron entonces por boca de Bruno fue que iban a morir
todos ese día. Por eso los habían encerrado. Y les instaba a mandar mensajes de
despedida con sus móviles y también a resistir heroicamente. A no entregar sus
vidas sin luchar. Las palabras de Jorgito dieron paso a las risotadas. ¡Qué
cachondo el Jorgito, qué ocurrencias, que imaginación más fértil la suya! Pero los caretos alegres fueron mudando sombríos. El guirigay se vio revocado por un
silencio sepulcral. En la sala se oía, ahora sí, el latir de los jóvenes
corazones acelerados. Jorge tiró del pomo con todas sus fuerzas. La sometió a
puntapiés y puñetazos. La puerta no cedió. Se dirigió hasta Bruno. En ese
momento Jorge se sintió vulnerable, mortal. Sintió la rabia crecer en su
interior. Quería destrozarle el careto a Bruno, molerlo a palos, hacerle que se
comiese las palabras que había dicho, una a una. Sin embargo, no hizo nada de
todo esto. Al contrario. Lo trató con los honores debidos a un jefe de estado.
Dio órdenes para que la puerta, la única vía de acceso al aula fuese
inexpugnable. Nadie debía entrar en el aula.
5
Román, el director del centro, leía pausadamente
el periódico del día, curioseando entre las defunciones y alarmado por el
sinfín de tragedias que asediaban el planeta, cuando Lucía, la subalterna,
entró dando la voz de alarma con los ojos dando vueltas desquiciados dentro de
sus órbitas. Anunció que el laboratorio había sido tomado por los alumnos de
tercero de la ESO y que se negaban a salir. Román maldijo en voz baja. Le
quedaban dos semanas para jubilarse y él, al que los soplos de la imaginación y
la ilusión situaban echando las tardes cultivando la lectura y la huerta,
imbuido por un espíritu muy ciceriano, sintió un aliento frío, el relente del
hediondo marronazo que se iba a comer. Acompañó a Lucía hasta el aula. Por el
camino se les unió Vicente, el jefe de estudios. Jugador de rugby en la
adolescencia, Vicente trató de echar la puerta abajo cargando con su hombro
derecho. No hubo manera. Detrás de la puerta, ni Vicente ni Román ni Lucía
sabían que los alumnos habían dispuesto mesas, sillas y armarios.
Sandra echó mano de la tiza blanca del estuche y
trazó unos cuadrados en el centro de la sala. Petete se acercó a mirar. Indagó
acerca del juego. Sandra le explicó que era una rayuela y comenzó a saltar a la
pata coja. Petete, hizo memoria y recitó un párrafo del texto de Cortázar.
Sandra lo miró como miraría a un extraterrestre. Petete comía todos los días de
escuela en el centro y luego se iba a la biblioteca, en la primera planta.
Román le había facilitado una copia de la llave para que acudiese allí cuando
le viniese en gana. Para Petete la biblioteca era su paraíso. Había dado cuenta
de la mayoría de los libros que poblaban las estanterías. Del libro de Cortázar
muchas cosas las había pasado por alto, pero sin comprender a fondo el texto, se
había visto seducido por el mismo. Había sentido el fuego de la palabra, la
vivaz imaginación del autor, la picadura del deseo. No le iba a contar a Sandra
nada de todo esto. Por eso fue que recitó un párrafo. A sabiendas de que sus
palabras se irían por el sumidero de la indiferencia. Palabras que nunca
encontraban destinatario, una curiosidad la suya que sancionaban las excelentes
notas, las mismas que lo apartaban del resto, que lo condenaban a ser un ratón
de biblioteca y a devorar libros de manera compulsiva. También a que un gracioso le
endilgara el apelativo de Petete y con el se quedará. A vivir siempre con el
oprobio de su curiosidad.
6
Y al abrir los ojos pensaron encontrarse en el cielo. Se dejaban bañar por la luz del sol que barría el suelo de las habitaciones, reptaba por la camas e incidía finalmente en los sorprendidos y cariacontecidos rostros. Miraban sus brazos y piernas, la mayoría con cortes, movían las articulaciones, giraban los cuellos, respiraban con normalidad. Llegaron a la conclusión, casi todos al mismo tiempo, de que la muerte debía de ser otra cosa. Los estómagos rugían por el hambre y la necesidad por hacerse con los móviles, eran la confirmación de que estaban pisando tierra firme, también de que la pesadilla había concluido.
En los teléfonos todos tenían el mismo vídeo. El
que grabó Raúl. Una cadena humana en círculo. Cada uno despidiéndose a su
manera. Unos se cagaban en Dios, otros se encomendaban a él; había quien
confesaba secretos levemente punibles y los más, se dedicaban a llorar
desconsolados, ahora que sabían que la muerte iba en serio. Veían como de
repente uno a uno iban cayendo inconscientes. El último fue Jorge, quizás porque
era el más corpulento.
Supieron luego que fue un gas noble y no letal el responsable. Aquel
que los redujo y adormeció. El que puso final al episódico encierro y a esta historia.
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