Angustia

Después de desechar los aledaños del cementerio como lugar de pernocta, la autocaravana quedará aparcada en la explanada, frente al estadio de futbol. A las cinco de la tarde algunos coches y una furgoneta de reparto son los únicos vehículos allí estacionados. La familia: el padre, la madre y dos niñas, dejan el gigantesco vehículo a sus espaldas y se encaminan hacia el casco antiguo. Una alameda es el lugar perfecto para tomar algo, bajo un sol que calienta sin achicharrar. Los paneles explicativos hablan de una alameda antaño conocida como la dehesa, en la que hoy se concentran más de ochenta especies de árboles y otros tantas de arbustos. Al dejar el parque, alameda, o dehesa, se inicia una calle peatonal que deja a los flancos locales comerciales y bares, plazas e iglesias. Soria es la tierra del torrezno. En un bar, recién hechos, la grasa crepita y en la boca es un estallido de sabor, ambrosía de dioses. No falta un Ribera del Duero, un par de Atalayas, para secundar tan excelsa vianda. Tierra a su vez de boletus, manifestada en una tapa micológica: crema suave en la que una alcachofa boquea entre el blancor y los boletus hasta ser rescatada y ultimada en el gaznate del turista. Pierden la ocasión de coger el trenecito turístico que finalizado su último viaje ya pliega velas y cogen sitio, con el estómago apaciguado, para ver pasar las procesiones. Son dos: la Cofradía de la flagelación del señor y la de la Oración en el Huerto. La viva imagen del sufrimiento. Estallido de flashes. Costaleros y cada vez más costaleras. Capuchones rojos y verdes al encuentro, ruido de tambores y carracas provocan un cosquilleo en el espinazo del padre, los pies ya fríos, entumecidos por la espera. Juntas las cofradías se encaminan hacia la Concatedral y la familia hacia su vehículo para dormir. Antes del campo de fútbol en una pequeña plaza unos jóvenes beben y escuchan música. Al saberse observados alzan la litrona y suben el volumen del altavoz portátil. Ahora la explanada es un desierto de asfalto en el que la autocaravana se enseñorea con unas dimensiones que la impiden pasar desapercibida. El padre, en términos cinegéticos, piensa que son una pieza fácil. No dice nada y sube al vehículo. Diez minutos después, las hijas, al contactar sus cabezas en la almohada caen fritas en la cama aérea, dispuesta sobre la mesa del salón. El padre y la madre están desmontados, pero el sueño no acude en su auxilio tan pronto como quisieran. La oscuridad es casi plena, apenas alguna ralladura de luz en la claraboya sobre sus cabezas. Oyen voces que suenan a lo lejos, el motor de vehículos y más tarde, todavía despiertos ambos, pero sin decirse nada, bajo la presunción de estar ya dormidos, voces primero en sordina, una masa sonora que va cogiendo forma en su proximidad, un diálogo, dos voces masculinas cada vez más cercanas. El padre y la madre con los sentidos alerta, la respiración contenida en el pecho oprimido, el corazón quisieran en suspenso, para que el latir desbocado no dificultase la atenta escucha. Oyen las voces en el morro del vehículo, luego junto al baño y más tarde en el lateral, en donde tienen su cama, las cabezas pegadas a la “pared” de tres centímetros. Están al otro lado. El padre visualiza una mano acariciando el lomo de la caravana, los tiradores de las puertas, las pataditas suaves en los neumáticos ¿comprobando la presión? El padre piensa dónde ha dejado el móvil, seguramente apagado, la mujer lo tiene bajo la almohada, dispuesta a hacer una llamada en cualquier momento, al 091, al 112; aluvión de números para una angustia indescifrable Las voces arrecian más fuerte, suena una carcajada y luego se van alejando entre ruidos de pasos. Una como esa quiero yo cuando me toque la lotería, dice el presunto acariciador de autocaravanas, ¿sabes? no es fácil tenerlas tan a mano como hoy, son como una manada de elefantes, cuesta mucho ver una suelta sin la compañía de las otras. Hubiera sido la leche verla por dentro. Son tan herméticas que cuesta saber si había alguien dentro o no. Aunque les hubiéramos dado un buen susto, ¿eh? Saca dos cigarros, que reparte y fumando abandonan la explanada; la autocaravana, a lo lejos es una gran mancha blanca sobre fondo gris. Dentro, el padre y la madre, en silencio, van recobrando la calma, contando las horas hasta que amenazca amanezca.

Entradas populares de este blog

Del abismo al extravío

Cuentos otoñales (primero)

Capendo el temporal