Introito

Los ojos. La mirada que proyectan. Vía de doble sentido. Sin la prepotencia de una espada láser. Lo suyo: las luces de posición de un vehículo. Va de la pantalla digital con horarios y líneas a las crestas nevadas, no muy lejanas, en otra comunidad autónoma. La ilusión de las fronteras en el papel de los atlas, capaces de soportarlo todo. Espolones. Katiuskas: nunca había escrito esta palabra. Chapotear en el lenguaje con los pies secos. El arco de la mirada es trazado con tal celeridad que acontece un leve mareo. Las pupilas ahora con nieve. Dentro, osos buscando comida en el terreno nevado poblado de episódicos esquiadores. Colonos. Velocidad, vértigo, verticalidad. En teoría. Al probarlo pasó más tiempo en el suelo que erguido. Media docena de culadas, dolor de huesos, vicksvaporub a la noche, un catarro que le duró seis días. Al séptimo, como nuevo. El milagro de la nieve. Odioso de puro blanco. Orgullo cromático temporal. Pide a gritos ver mancillada su altanería. Cortarle la cabeza a la estatua del dictador. Ese impulso. Pero mira como cagan las palomas, hollan las raquetas, y desvirgan las rodadas. La marquesina no evita el contacto con el aire que coloniza cada centímetro de su piel. Invasión que comienza por la cabeza pelada. Alopecia feroz. Los malditos genes. Exceso de testosterona. Ningún burro se queda calvo le decía su abuela. Ahora en el más allá. ¿Dónde queda eso? ¿En el Atlas del Inframundo o en el Atlas ilustrado del Cielo? Recuperado por el presente, mas aquí, entreve la estela del autobús: pan de molde de acero y vidrio, rodante y rugiente. Abre las fauces. 

Entra, Jonás, entra.

Entro.

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