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La Pasión de Rafael Alcónetar

En la página 426 de la novelaberinto pienso en la escritura como ejercicio acrobático, circense, también puro contorsionismo, un caminar sobre la cuerda floja, mirando a los ojos el vacío que también te mira a ti, y pienso en lo difícil que es definir o retra(c)tar a alguien, el lenguaje ofreciendo la resistencia y persistencia de la resaca, que lejos de la orilla y de conducir la narración a buen puerto, la situa en alta mar, a medida que los acólitos, amantes, amigos o detractores de Rafael, nos hablan del muerto o el desaparecido, porque no se sabe todavía, y diez años después de su muerte/desaparición, una de sus amantes y alumnas de un taller literario por él impartido, trata de esclarecer los hechos y toca reconstruir la memoria con la perspectiva que da el paso y el p e so y el poso del tiempo. No es tanto la extensión de la novela, casi 750 páginas, porque he leído novelas más extensas sin el menor esfuerzo, sino el uso y disfrute que el mayúsculo autor MARIO MARTIN (A)G(U)IJÓ

Edad de hombre

Para Michel Leiris la edad de hombre es a los treinta. Acaso la experiencia ya saturada y la necesidad de explicarse a sí mismo cómo es él, cuál su identidad, qué es aquello que lo conforma y desespera. La muerte y el suicidio son para él la materia prima con la que dar forma a sus temores, miedos y desvelos, la ganga en los sueños narrados, la cobardía un traje de luces apagado. La escritura el asta de un toro. A portagayola, a corazón abierto, escribe para desvivirse, para extraerse. Así excreta una confesión. Desinhibido. No morirá en la plaza. Lo hará a los noventa, triplicada su edad de hombre. Días sumados y asumidos.

La casa del terror

El pueblo paterno en su denominación abarca la totalidad. De la a a la zeta. Aunque el nombre no acabe en zeta.  Contiene cuatro aes, cuatro comienzos, cuatro alephs. En la casa grande, en las habitaciones, los retratos (o quizás fotografías) de mujeres en blanco y negro, serias, adustas, si movieran los labios fulminarían en el acto al chiquillo temeroso que las mira, sin perder de vista, por el rabillo del ojo, el comienzo de la escalera. A la noche mirará debajo de la cama para confirmar lo que ya sabe: no hay fantasmas, ni espíritus, ni sacamantecas, pero la casa: los techos, las vigas y la escalera es un fábrica de ruidos y crujidos. Sumemos el aleteo de los murciélagos convertidos en vampiros en la alucinada y espantada imaginación infantil conchabada con el terror más puro para tener al crío acojonado entre aquellas cuatro (no, eran muchísimas más) paredes.

La pulsión del vórtice

Hay lecturas donde llegar al final, cruzar la meta, dejar el libro en la estantería o devolverlo a la biblioteca, lejos de suponer una liberación, una satisfacción, implica en el lector (lo sé de buena tinta) una sensación próxima al desconsuelo y el desamparo. Libros, ensayos, en los que no hay lugar para un colofón o textos, por ejemplo, los del Sebald en Los anillos de Saturno , en los cuales dejarse embargar por el durante, la travesía, el t odavía. Una lectura que no va en pos de la linealidad y el desenlace sino de la  verticalidad, el abismo, el remolino. Digámoslo: la pulsión del vórtice.

Introito

Los ojos. La mirada que proyectan. Vía de doble sentido. Sin la prepotencia de una espada láser. Lo suyo: las luces de posición de un vehículo. Va de la pantalla digital con horarios y líneas a las crestas nevadas, no muy lejanas, en otra comunidad autónoma. La ilusión de las fronteras en el papel de los atlas, capaces de soportarlo todo. Espolones. Katiuskas: nunca había escrito esta palabra. Chapotear en el lenguaje con los pies secos. El arco de la mirada es trazado con tal celeridad que acontece un leve mareo. Las pupilas ahora con nieve. Dentro, osos buscando comida en el terreno nevado poblado de episódicos esquiadores. Colonos. Velocidad, vértigo, verticalidad. En teoría. Al probarlo pasó más tiempo en el suelo que erguido. Media docena de culadas, dolor de huesos, vicksvaporub a la noche, un catarro que le duró seis días. Al séptimo, como nuevo. El milagro de la nieve. Odioso de puro blanco. Orgullo cromático temporal. Pide a gritos ver mancillada su altanería. Cortarle la cabe

Denominación

Este es el tamaño de mi esperanza, dice abriendo los brazos. Ni mucho ni poco: el tamaño entre sus brazos. Soy Andoni dice. No, no soy vasco, pero siendo yo un mozalbete escuchimizado y enfermizo, mi profesora de historia (la cabeza llena de pájaros mitológicos) a fin de reforzarme la identidad, y de paso usurparme el nombre, me puso otro, en la creencia de que así se me curarían todos los males y ya ves, José de nacimiento, Andoni me quedé. Mido su esperanza. Entro en ella.

Avaricia

Escribe, añade y suprime palabras y el ansia atiende más a un sentimiento de posesión y avaricia, a la necesidad o creencia de ser capaz de pasar la realidad por el cedazo de la escritura que al hecho de contar, contar qué, el qué, acaso una descripción del paisaje, las montañas lejanas, algunas picudas y blanqueadas, otras romas, chatas, erosionadas por el cielo inasible e insensible a los humanos, cielo perteneciente a otra realidad muy distinta de la suya, o hablar de las estrellas, puntos de luz que no guían ya a reyes hacia ningún pesebre, o mentar el gajo de luna y su balanceo en el firmamento. Escribe estas palabras bajo la bóveda que lo cobija, pero mira y no ve bóveda alguna sino un decorado vítreo, azul, transparente, la mirada velada por el humo de las fábricas, por el vapor de agua expelido por la nariz hasta empañar las gafas y quizás solo escribe para despejar los cristales del entendimiento, en el empeño de aprehender la realidad, y qué realidad se pregunta, qué circunst