Descubre el genio creador dentro de sí al frotarse la espalda contra la pared, rebajando así la picazón que le producen los gigantescos granos de la espalda, plenos de líquido. No se concede otro deseo que el de poder abundar en sus pensamientos, devenir un eremita, convertir su cerebro en piedra (pero elástica). Anhela forjar su particular cosmovisión. Y así desplaza fronteras, centrifuga amistades. Camina solo en su ascensión. Albergará toda la soledad del mundo en su interior. Piensa que cuando mira largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de él. Será la razón extraviada su laberinto inexpugnable.
Es la expectativa la que mueve tus músculos ladera arriba. Vas sorteando escobas. A tu espalda el embalse del Ebro en expansión, a medida que asciendes. El sol calienta tu cuerpo y hace el esfuerzo más llevadero. Son días de berrea y apareamiento. El reclamo animal es un desgarro atronador que rebota de monte en monte. Buscas un ejemplar y te topas en la distancia, achicada por el telescopio, con una cornamenta majestuosa. Lo ves alzarse, correr por la vaguada hasta perderse. Declina el sol, vence la luna y el frío te cala hasta los huesos. Regresas satisfecho y contento.
Cuántas veces te habíamos dicho que no entrases, pero tú erre que erre, como una polilla gigantesca buscando el fanal para extinguirte. Primero con los nudillos, luego con los puños, finalmente tiraste la puerta abajo. Tendida en la cama, las orejas cubiertas por el pelo y los cascos gigantescos, la cara iluminada por el fulgor de la pantalla. En el rincón el cuerpo holográfico de una mujer escultural, desnuda. Te dijimos que no entrases, pero tú, erre que erre. Los cuarenta y dos años que te separaban de tu hija no era una generación, era un salto, al vacío generacional.
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