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Cuentos veraniegos (segundo)

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  El aliento cálido de la tierra inerte no desincentivará el paseo alrededor de la urbanización. En el alcor, frente al pareado, mira a su alrededor y se siente un pionero, también un colono. Piensa en los aborígenes, en sus condiciones de vida, en la isla como una cárcel flotante. Deja el pesado pasado atrás y ahora camina por la avenida hasta su final, bajo la atenta mirada de los invernaderos a su derecha. Quisiera agarrar una de aquellas hojas gigantes, asomadas como brazos pidiendo ayuda. El cielo le devuelve la imagen de un sudario. Regresa a casa. La fresca Ítaca.

Cuentos veraniegos (primero)

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    Dios acaricia los vellones mientras camina perezoso por el mullido terreno. Piensa en una calzada romana en donde la espuma de aire blanco hubiera reemplazado los bloques de piedra. Abajo, los bañistas chapotean en el agua, enmarañados en las olas, puestos a secar bajo el sol que se les hurta. Por eso Dios decide estornudar, desvelar los cielos. Corren los mortales ahora bajo las sombrillas, a aplicarse las cremas solares, a ofrecerse como mártires de la vitamina D, a poner a prueba la melatonina en cuerpos mantecosos prontamente rojizos. Hecha la luz, reinará la alegría de nuevo, el júbilo comunitario.

Vacacionar

  Regresa de las vacaciones y quedamos en el bar de la plaza. Aceleradamente me muestra fotos, vídeos, en ellos cascadas, crestas nevadas, cervezas, platos de comida cuyo nombre no recuerda. Confunde unos pueblos con otros, también el nombre de los lagos y las montañas. Me habla de sus vacaciones y todo se va embrollando a nuestro alrededor. No me cuenta cómo la ha transformado el viaje, si ha aprendido algo. Regresó ayer. Me pregunto de dónde, porque la veo como siempre, quizás más morena, evidentemente más cansada. Busco el viaje en sus palabras. Ella ofrece vagas respuestas con el móvil.