Cuando era chiquillo, rondaría los diez años, aquellos que tenían cuarenta tacos me parecían unos carrozas. Ahora, cuando friso casi la cincuentena, si en el periódico veo la esquela de algún conocido que la ha palmado con setenta y ocho años, clamo en voz alta ¡Qué joven! porque siempre queremos caer fuera de la sombra de la muerte y los que superan los ochenta hablan de gente más joven como abueletes, como si ellos no lo fuesen, como si el horizonte vital, en lugar de estar cada vez más próximo, no fuese con ellos, en su vivir despreocupado. Así sea.