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Vejez

Una figura frente al espejo. Un rostro. El resto poco más que ropa deslucida, arrugada, en el cuerpo magro propio de un espantapájaros, olvidado de las aves. Caminos del olvido son las profundas arrugas en el rostro de este espectador de sí mismo, mojones horizontales que deslindan pasado y futuro. Cauce seco, la piel ajada ante el cristal. La memoria del agua vendría con las primeras lágrimas. Un llorar sin principio y sin final. No ha lugar. Un llorar que lo barrería del espejo, de sí mismo. Una placenta imposible, capaz de volver a albergarlo. Lluvia que todo lo borraría.

Consuelo ultraterrenal

Dispara, dije mientras me tomaba una fotografía. Me acertó de pleno. Ni tiempo tuve de despedirme, ni túneles ni leches. Una muerte súbita. Ser un alma en pena, sine die, confieso que es un coñazo. Al menos tengo una afición. Es que no queda otra. Cada vez que algún familiar quiere contactar con sus seres queridos muertos, ofrezco caracterizaciones de Oscar, de Goya, que premios aparte son cada vez mejores. Todos quedan muy consolados al ver a sus presuntos, esto ellos no lo saben, padres, hermanas, hijas o hermanas veladas por el ectoplasma, posando junto a ellos en las psicografías.

Extravíos

  Camina por la calle, deambula, flanea, viento en popa a toda vela, la quilla el calzado, -náuticos gastados- hasta desubicarse. Achica los ojos. Alrededor edificios clónicos de una ciudad que lo ha parido con alopecia y miope. El desamparo es la periferia, el extrarradio, las afueras. Mira el nombre de la calle. Un pintor, un conquistador, una poetisa ¿importan a alguien? No hay locales ni bares ni panaderías ni guarderías. Sí una parada de autobús. Monta en el primero que llega. Eléctrico. No sabe adónde va. No importa. La angustia ya está en su interior. Y no piensa dejarla salir.