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Desnaturalizado

En el carricoche, extendidos los miembros, las uñas enredadas en la mantita, el cuerpo caliente dentro del jersey de punto confeccionado a mano. ¡Oh menestral, mi menestral!, diría si pudiera. Coches humeantes, farolas ciegas, escaparates sin reflejos, ancianos desnortados, mierdas de perro, reclamos visuales que van al desagüe de sus ojos soperos y desaparecen, apenas ya un rastro en el olfato amnésico. Agradece los cuidados físicos y verbales, incapaz de negar cómo la voz amada abriga y arrulla incluso más que el jersey, las molestias que ella se toma por hacerle la vida más cómoda, muelle se decía antes de la llegada de lo viscolástico, y entorna los ojos sin llegar a dormirse, recuerdos del pasado aporrean la aldaba del cerebro para inquietarlo. Ahí va corriendo detrás del cuatro por cuatro, la lengua fuera, el polvo del camino envolviendo todo su cuerpo, a la zaga de sí mismo, ladrando jubiloso. Ahora, desanimalizado en su inasumible humanidad se siente patético. Gruñe enrabietado

He venido a soñar con mi libro

Caminaba por la librería buscando mi libro. Era mi sueño y había venido -o ya estaba, imposible precisarlo, porque en lo onírico el espacio y el tiempo son lábiles- a soñar con mi libro. Me costaba encontrarlo. Pensé o soñé que el siguiente tendría como poco quinientas páginas, y por tanto, un buen lomo, un ejemplar apetecible que el lector compraría y leería gustosamente, automáticamente, como sería entonces también su escritura. Lo sacaba a hurtadillas de la sección local, regional, provincial, autonómica, a saber, y mientras lo hacía pensaba -o puede ser que lo invocara- en Cărtărescu, porque como él yo quería ser también un autor global, incluso viral, no un autor rumano o riojano. Y llevaba el libro a la zona común, y veía a mi lado a Giráldez (olvidemos a Martín), a Gutiérrez, a Menchu y a Pablo, a los Halfon, a Mercedes y a Eduardo, a Harwicz, a Hernández, a Hidalgo, sí, había muchos más escritores en danza, pero mi mente iba solo a posarse en los que me gustaban, aquellos a los

Burdeos

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  Atrapa Burdeos con su belleza exuberante, explícita en los edificios señoriales. Borrados casi todos los rastros medievales, edificada una nueva ciudad, de corte parejo y homogénea, con mano de obra esclava traída de las colonias, erigiendo una ciudad que nunca será suya. La plaza de la Bolsa frente al río Garona, cuya anchura de cauce hace perder la mirada en el horizonte. En invierno, sin la lámina de agua, el cielo no se envanece ante el  espejo. Por la Place de la Comédie, uno imagina los faetones llevando a mujeres engalanadas a sus citas, o cruzando a pie, tras abandonar el Grand Hotel, para ir a ver una ópera en el edificio de enfrente. Con un par de canelés bien provistos de ron, la mirada perdida entre la piedra, blanca o negra, según los barrios, o incluso en dos edificios anejos; un ojo sobre las vías para no morir arrollado como el insigne arquitecto, por un tranvía moderno, no como los de Lisboa, o por un ciclista o un patinador (si podemos conceder tal nombre a quienes

Maraña de espinas

El padre entra en el cuarto, el hijo espera la reprimenda, la advertencia, el consejo. Algo lleva en la mano. No es una zapatilla ni un cinturón. No puede serlo porque su padre no es violento. Es un libro que comienza a leer. El hijo mira al padre desde la cama, la sombra alargada y proyectada a su derecha. Las manos se agitan. La temática no es propia de un cuento, porque no es un cuento. Es una novela. El padre lee, le lee Lolita. Lee y explica agitado. Extrae conclusiones, desbasta el texto del gigante ruso buscando sentido y significados. El hijo asiente sin pestañear, la almohada sobre el calzoncillo, y entiende a medias lo que su padre, víctima de la excitación, le dice. Hora de dormir. ¿Cómo? Roto el encantamiento. Aquello que entró por la puerta siendo su padre, ahora sale siendo algo más grande, desconocido, ignoto, sorprendente. Mejor.

La Pasión de Alcónetar II

514 páginas después de haber partido o parido en esta gesta gestacional. Alumbrado y deslumbrado. Sigo las cuitas o coitos del Maestro y sus discópulas, atento a los hi-meneos de cad-eras y siglos. Leo que Rafael creía en la polinización de la literatura. Y sí, es porosa en sus esporas y la lectura cala y cuela. Esta novelaberinto es un porqué, este porqué una razón, esta razón nuestra infaustina Pasión: la de Alcón-eta-r, pájaro de altos vuelos y atmósferas imposibles, terrorista de lo establecido, sus jerarquías, atavíos y servilumbres que calientan la sopa boba de estómagos agradecidos.

La Pasión de Rafael Alcónetar

En la página 426 de la novelaberinto pienso en la escritura como ejercicio acrobático, circense, también puro contorsionismo, un caminar sobre la cuerda floja, mirando a los ojos el vacío que también te mira a ti, y pienso en lo difícil que es definir o retra(c)tar a alguien, el lenguaje ofreciendo la resistencia y persistencia de la resaca, que lejos de la orilla y de conducir la narración a buen puerto, la situa en alta mar, a medida que los acólitos, amantes, amigos o detractores de Rafael, nos hablan del muerto o el desaparecido, porque no se sabe todavía, y diez años después de su muerte/desaparición, una de sus amantes y alumnas de un taller literario por él impartido, trata de esclarecer los hechos y toca reconstruir la memoria con la perspectiva que da el paso y el p e so y el poso del tiempo. No es tanto la extensión de la novela, casi 750 páginas, porque he leído novelas más extensas sin el menor esfuerzo, sino el uso y disfrute que el mayúsculo autor MARIO MARTIN (A)G(U)IJÓ

Edad de hombre

Para Michel Leiris la edad de hombre es a los treinta. Acaso la experiencia ya saturada y la necesidad de explicarse a sí mismo cómo es él, cuál su identidad, qué es aquello que lo conforma y desespera. La muerte y el suicidio son para él la materia prima con la que dar forma a sus temores, miedos y desvelos, la ganga en los sueños narrados, la cobardía un traje de luces apagado. La escritura el asta de un toro. A portagayola, a corazón abierto, escribe para desvivirse, para extraerse. Así excreta una confesión. Desinhibido. No morirá en la plaza. Lo hará a los noventa, triplicada su edad de hombre. Días sumados y asumidos.