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Aquí, ahora

 En la mesa de un bar ubicado en tierra de nadie: en la divisoria del polígono y el barrio, el lector alza la mirada del libro, gira el cuello hacia su derecha y observa, a pesar de la miopía, el esqueleto de un edificio a medio construir, ya abandonado y comido por la niebla: el aliento del río próximo e invisible desde la mesa rectangular. Atiende al cascabeleo titubeante, propio en los primeros pasitos del otrora bebé reptante y ahora caminante. Al final de su travesía, un anciano, el yayo, lo recibe exultante ¿El hijo pródigo que lo hará abuelo? Mira a uno y a otro y aunque aburrido de escuchar que está en la flor de la vida, sea esto lo que signifique, pero en la certeza de ser lo suyo un sempiterno agostamiento atemporal, sabe bien que se cambiaría por cualquiera de los dos. Es solo un instante, de nuevo subsumido por la lectura de una escritura ombliguista. Ay, ese yo tan dependiente siempre de uno mismo.

Noviembre

  El 3 recorre la Gran Vía en la anochecida. Desde la calle, detrás de los grandes ventanales van asentados los viajeros, cabizbajos, cada uno con su móvil fulgurante. Unos van en el sentido de la marcha, hacia lo venidero, otros, en el sentido contrario, hacia el pasado. Tiempo móvil y por tanto ¿intercambiable? En la parada, el presente acariciará brutalmente el rostro del viajero con sus yemas de agua, calándolo luego hasta los huesos, sin el escudo del paraguas, el amparo de un balcón o la tibieza del soportal, en este día frío de noviembre: punto ciego en el calendario.

Mecánica ciclista

          Veo a Tadej Pogacar proclamarse vencedor en la última edición del Tour de Francia y mi mente viaja mucho tiempo atrás, a las gestas de Perico, Fignon, Hinault, Pantani, Lucho Herrera. Recuerdo, frente al televisor, a José Luis Laguía haciendo cumbres, cosechando puntos para el premio de la montaña. Mis recuerdos van para Lejarreta, Gorospe, Arroyo, Chozas, Lemond, Vicente Belda... Cada corredor tenía su correspondiente canica -en mis manos infantiles- sobre la alfombra y aquel grupo se disponía a correr el Tour, la Vuelta a España en etapas, una por día. Aquellos veranos, libre de las servidumbres digitales, daban mucho de sí. Desplazaba las canicas con el dorso de la nariz y los Súper Humor bajo la alfombra hacían los puertos. Cuantos más Súper Humor mayor la categoría. Luego, con el metro, cada centímetro que separaba a cada corredor de la meta, una vez superada esta por el ganador de la etapa, se convertía en segundos, minutos, después en clasificaciones a lapicero en el c

La vida menguante

Él, Manuel, ella, no recuerda su nombre, ni tantas otras cosas. Junto a la cinta transportadora agarra pilas, chicles, caramelos, snacks, manos le faltan. Deja eso, cariño, devuélvele el calabacín y las zanahorias al señor, deja trabajar a la cajera, cariño. Ella ha olvidado su nombre y aunque septuagenaria desconoce el mundo casi por completo, pero aún siente la lumbre del amor y el afecto. O eso piensa Manuel al coger hasta estrujar su mano fría con la desesperación y avidez de un náufrago. Abandonan el supermercado juntos. La bolsa y la vida, menguante, una en cada mano de Manuel.

Me acuerdo

  Miles de páginas segregan la memoria en algunos casos. No parece entonces una sola vida sino un millar lo que leemos. Una experiencia feraz, ubérrima, desbordada y aquietada en los confines del papel. La memoria trabajando a destajo, reconstruyendo el pasado o creándolo de nuevo en su pacto con la ficción. Grandes gestas, tan lejanas como ajenas. Más a mano me queda Perec, su Me acuerdo. Recuerdos que son calderilla de la experiencia: olores, sabores, emociones, canciones, lecturas, viajes, ciudades, amoríos, extravíos… todo el cañamazo de la identidad. Me acuerdo que a los quince los cuarentones me parecían unos carrozas.

Mudanza

  Me decía una amiga que si hiciera una nueva mudanza esta sería ya con los pies por delante (más tránsito que mudanza, pues). Exageraba, pensaba yo al oírla en Las Norias semanas atrás, mientras daba cuenta de un café con leche y hielo, abismado con el cuchareo en el vórtice que hacían los cubitos, arremolinando, cuales derviches, el líquido que asemejaba la faz limosa del Ebro en día de crecida. Y no se equivocaba mi amiga, no. En absoluto.            Una mudanza entre pecho y espalda, doy fe, te pasa por encima, exhausto te deja, además de ser muy capaz también de postrarte con el pensamiento macabro de haberte convertido en un asesino, al contemplar cariacontecido los restos mortales de una pasión bibliófila hecha añicos; cientos de libros guardados ahora en cajas, indistintas, a no ser, por un guarismo en la cara superior que identifica el número de caja, pero no su contenido, tan singular y único. Libros depositados en un trastero, cementerio inmobiliario, invisibilizados, como e

Plazas

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    El 19 de noviembre de 2020, pasadas las seis de la tarde, regresaba a mi casa por la Calle Mayor y a la altura de la Plaza del Parlamento tomé esta foto. Lo que llamó mi atención fue ver la plaza desierta, los adoquines ocultados por las patas de las mesas y las sillas, entonces desaparecidas, así como la falta de gente, una soledad sonora que bramaba su desamparo y le confería un rostro inédito a un espacio que durante semanas dejó de ser una plaza, y ahí entonces el regusto amargo en la boca, la tristeza con falanges de acero recorriendo mi espinazo, en una caricia fúnebre, en un réquiem que sonaba a muerto al compás de las campanas en las iglesias próximas, un malestar excusable, creo, si pensamos que las plazas son los órganos vitales de la ciudad, por cuya sangre corren las terrazas, las palomas, el paisanaje, los turistas, la vida, la linfa urbana, en definitiva. Porque todo lo demás son calles, ruido, tráfico, edificios, naturaleza domesticada. Porque la plaza es el signific