Veo
a Tadej Pogacar proclamarse vencedor en la última edición del Tour de Francia y
mi mente viaja mucho tiempo atrás, a las gestas de Perico, Fignon, Hinault,
Pantani, Lucho Herrera. Recuerdo, frente al televisor, a José Luis Laguía
haciendo cumbres, cosechando puntos para el premio de la montaña. Mis recuerdos
van para Lejarreta, Gorospe, Arroyo, Chozas, Lemond, Vicente Belda... Cada
corredor tenía su correspondiente canica -en mis manos infantiles- sobre la
alfombra y aquel grupo se disponía a correr el Tour, la Vuelta a España en
etapas, una por día. Aquellos veranos, libre de las servidumbres digitales,
daban mucho de sí. Desplazaba las canicas con el dorso de la nariz y los Súper
Humor bajo la alfombra hacían los puertos. Cuantos más Súper Humor mayor la
categoría. Luego, con el metro, cada centímetro que separaba a cada corredor de
la meta, una vez superada esta por el ganador de la etapa, se convertía en
segundos, minutos, después en clasificaciones a lapicero en el cuaderno de
anillas.
Como el profesor que se aplica en conocer el nombre de sus alumnos, igual hacía yo personalizando las canicas, fortaleciendo mi memoria y según cual fuese el color así formaba los equipos: Reynolds (azules), Kelme (verdes), Renaut Elf (amarilla), Dormilón colchones (blancas). Otros muchos equipos eran un grupo mixto de colores: arcoíris vermiforme surcando el cuadrilátero de la alfombra por tres veces.
Veo hoy a Pogacar vestido de amarillo y pienso en una app de movilidad para el smartphone. Regreso a un ayer del que nunca retorno.