En
la fachada de la gran casa
del
pueblo, recostados en el segundo escalón,
mi
hermano y yo matamos el tiempo
a
manos llenas.
En días veraniegos como este
cuando
el sol de agosto recalienta
nuestras
pequeñas cabezas de niños
despreocupados,
ganados por el furor homicida
vemos
los ires y venires de hormigas
enloquecidas
buscando una salida
a
los charcos de saliva.
En el umbral,
una
mano a los ojos,
la sombra alargada,
el
luto de una ausencia,
nuestra
abuela Petra nos sustrae
al
exterminio y dispone cincuenta pesetas
en
el nido de nuestras inquietas manos.
A
la carrera bajamos la cuesta
hasta
la tienda de la Calixta
pedimos
flashes de naranja, de fresa;
así
llegan también ahora los recuerdos
desde
aquel paraíso
que
no nos lo parecía entonces,
tampoco ahora.