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Mudanza

 Me decía una amiga que si hiciera una nueva mudanza esta sería ya con los pies por delante (más tránsito que mudanza, pues). Exageraba, pensaba yo al oírla en Las Norias semanas atrás, mientras daba cuenta de un café con leche y hielo, abismado con el cuchareo en el vórtice que hacían los cubitos, arremolinando, cuales derviches, el líquido que asemejaba la faz limosa del Ebro en día de crecida. Y no se equivocaba mi amiga, no. En absoluto.
           Una mudanza entre pecho y espalda, doy fe, te pasa por encima, exhausto te deja, además de ser muy capaz también de postrarte con el pensamiento macabro de haberte convertido en un asesino, al contemplar cariacontecido los restos mortales de una pasión bibliófila hecha añicos; cientos de libros guardados ahora en cajas, indistintas, a no ser, por un guarismo en la cara superior que identifica el número de caja, pero no su contenido, tan singular y único. Libros depositados en un trastero, cementerio inmobiliario, invisibilizados, como esas pruebas que se almacenan por el polvo de los siglos, sin la ventura inmediata de ser de nuevo consultados, oreados, manoseados, acariciados, porque no olvidemos que toda lectura, será una resurrección, ahora y siempre.
            Estanterías peladas en el hogar ceden el terreno al polvo, convertidas en lineales protuberancias de madera sobre las paredes, como un andamio mudo de la soledad,                                                                                                                                                y el silencio. No, Benjamín, no hace falta que me recuerdes que le hablo a un teatro vacío.
 Antes de marchar abro la ventana, me arropa o asfixia un viento cálido y pienso en el terral y en Sur y en tantas voces acalladas entre barrotes de cartón.

                                                                                                                                                                                      

 

 

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