Plazas

 


 

El 19 de noviembre de 2020, pasadas las seis de la tarde, regresaba a mi casa por la Calle Mayor y a la altura de la Plaza del Parlamento tomé esta foto. Lo que llamó mi atención fue ver la plaza desierta, los adoquines ocultados por las patas de las mesas y las sillas, entonces desaparecidas, así como la falta de gente, una soledad sonora que bramaba su desamparo y le confería un rostro inédito a un espacio que durante semanas dejó de ser una plaza, y ahí entonces el regusto amargo en la boca, la tristeza con falanges de acero recorriendo mi espinazo, en una caricia fúnebre, en un réquiem que sonaba a muerto al compás de las campanas en las iglesias próximas, un malestar excusable, creo, si pensamos que las plazas son los órganos vitales de la ciudad, por cuya sangre corren las terrazas, las palomas, el paisanaje, los turistas, la vida, la linfa urbana, en definitiva. Porque todo lo demás son calles, ruido, tráfico, edificios, naturaleza domesticada. Porque la plaza es el significado, tanto como su sentido y también su centro, múltiple. 


Aquella tarde, en la Plaza del Parlamento, hice de la mirada un travelling, y del parlamento un monólogo interior, sin audiencia, y sentí el vacío, la precariedad, un futuro oscurecido, la incertidumbre rebotando de esquina en esquina, sin freno, hasta ir a perderse, ella por la Muralla del Revellín, y yo, igual de perdido, alejarme con la seguridad de que ninguna muralla, sin importar la anchura ni la altura, nos iba a poner a salvo.


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