No hay que esperar a la Navidad para pasar una noche buena. Tampoco es necesario esperar a la Nochevieja para ascender el monte más alto de la Rioja, el San Lorenzo. Por eso, hoy, 30 de diciembre van once discípulos de la montaña hacia la cumbre nevada. Cuesta verlos entre el blanco cegador, cuando en el mirada se funden el blanco de la nieve y el éter del mar de nubes. No os llegará la algarabía de los niños abajo esquiando, porque en lo alto reina el silencio, solo roto en la cima por el petardazo del cava espumoso, 100% natural, haciendo acto de presencia. Al resguardo del aire, las espaldas apoyadas en la caseta de lata, las copas en alto, en un trajinar de nueces garrapiñadas, polvorones, palmeras caseras, chocolates varios, irá la alegría hilando palabras, villancicos, propósitos. La mirada se desparrama en todas las direcciones desde el panóptico en el que el monte se ha transformado. El hielo irá desplegando su arte en pequeñas joyas, para la mirada atenta. El sol, rebasadas las dos de la tarde, irá calentando la nieve, y en el descenso, la pista será un baile de cuerpos que buscan besar la tierra. Acertará Magdalena cuando diga que transitamos por El Valle de los Caídos. Darás fe de ello más de tres veces, besando el suelo (helado) que te gustaría pisar con crampones. Pero finalmente consumáis la bajada y en Ezcaray el frío helador se verá reparado, asentados en un enorme sofá de sky blanco en el Troika; los estómagos entonados entonces con los irlandeses, servidos en minicopas bautismales y delicados tallos, o con cafés con leche. Y la vida cuanto más dulce mejor, más aún si hay que celebrar un cumpleaños, el de Divina, derrochando vida y ofreciéndonos un bizcocho con chocolate que está de muerte. La montaña deja en el excursionista momentos inolvidables, experiencias que perdurarán en la mente, y más en el cuerpo, piensas mientras tecleas.