El 3 recorre la Gran Vía en la anochecida. Desde la calle, detrás de los grandes ventanales van asentados los viajeros, cabizbajos, cada uno con su móvil fulgurante. Unos van en el sentido de la marcha, hacia lo venidero, otros, en el sentido contrario, hacia el pasado. Tiempo móvil y por tanto ¿intercambiable? En la parada, el presente acariciará brutalmente el rostro del viajero con sus yemas de agua, calándolo luego hasta los huesos, sin el escudo del paraguas, el amparo de un balcón o la tibieza del soportal, en este día frío de noviembre: punto ciego en el calendario.
Envidias el fluido volar de los buitres, la ligereza de las cabras montesas en la cima, a las jóvenes amazonas vascas que te rebasan; mientras, tú, con tus pesados pies y el corazón tan acelerado, camino de la cumbre. Lo logras. Abajo Durango, el mar al fondo. Pero el viento, la posible lluvia, la concurrencia; todo anima al descenso. ¿Ves el hilo de tierra pegada a la roca? El magro camino que te abocará luego al bosque. Manzanas, nueces, castañas entre la tierra húmeda. Observas cómo en la tapia, sin tierra, brotan las margaritas. Siempre logra la vida abrirse paso.