En la mesa de un bar ubicado en tierra de nadie: en la divisoria del polígono y el barrio, el lector alza la mirada del libro, gira el cuello hacia su derecha y observa, a pesar de la miopía, el esqueleto de un edificio a medio construir, ya abandonado y comido por la niebla: el aliento del río próximo e invisible desde la mesa rectangular. Atiende luego al cascabeleo titubeante, propio en los primeros pasitos del otrora bebé reptante y ahora caminante. Al final de su travesía, un anciano, el yayo, lo recibe exultante ¿El hijo pródigo que lo hará abuelo?
Mira a uno y a otro y aunque aburrido de escuchar que está en la flor de la vida, sea esto lo que signifique, pero en la certeza de ser lo suyo un sempiterno agostamiento atemporal, sabe bien que se cambiaría por cualquiera de los dos. Es solo un instante, de nuevo subsumido por la lectura de una escritura ombliguista. Ay, ese yo tan dependiente siempre de uno mismo.
Envidias el fluido volar de los buitres, la ligereza de las cabras montesas en la cima, a las jóvenes amazonas vascas que te rebasan; mientras, tú, con tus pesados pies y el corazón tan acelerado, camino de la cumbre. Lo logras. Abajo Durango, el mar al fondo. Pero el viento, la posible lluvia, la concurrencia; todo anima al descenso. ¿Ves el hilo de tierra pegada a la roca? El magro camino que te abocará luego al bosque. Manzanas, nueces, castañas entre la tierra húmeda. Observas cómo en la tapia, sin tierra, brotan las margaritas. Siempre logra la vida abrirse paso.
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