Como cada sábado fui con mi hija pequeña a la perrera. Le encantan los perros. A mí no, pero hay que hacer concesiones. Un perro en propiedad no, ir a la perrera sí. Un punto intermedio. Un perro en alquiler. El coste del apadrinamiento. Hacía muchísimo calor, era mayo, y no habían dado las once. Un buen número de coches ocupaban los márgenes de tierra próximos a la perrera. El ruido era ensordecedor. Nuestro perro, el que teníamos apadrinado, tiraba de nosotros, de la correa que nos intercambiábamos con el ímpetu con el que un reno tiraría de un trineo. Su hocico iba olisqueando todo, todo su escuálido cuerpo convertido en un sentido: el olfato. Olía y comía hierba. Nos miramos asombrados y sin resuello, paseados como íbamos por el perro, que era perra. Paramos bajo un árbol buscando una sombra voluptuosa y la perra seguía comiendo hasta que comenzó a toser. No digo que se pusiera blanca, porque su lomo ya era blanco y negro, pero algo no encajaba. Mi hija me miró muerta de miedo. ¿Cómo se le practica la maniobra de Heimlich a una perra? Dos minutos angustiosos pasamos los tres hasta que por la boca de la perra salió una bola verde. Respiramos aliviados los dos. La perra de nuevo hocicando y supongo (anduvimos muy distraídos al regreso, rumiando lo que recién nos había sucedido) comiendo hierba, con la inconsciencia de los canes que se creen inmortales.
Envidias el fluido volar de los buitres, la ligereza de las cabras montesas en la cima, a las jóvenes amazonas vascas que te rebasan; mientras, tú, con tus pesados pies y el corazón tan acelerado, camino de la cumbre. Lo logras. Abajo Durango, el mar al fondo. Pero el viento, la posible lluvia, la concurrencia; todo anima al descenso. ¿Ves el hilo de tierra pegada a la roca? El magro camino que te abocará luego al bosque. Manzanas, nueces, castañas entre la tierra húmeda. Observas cómo en la tapia, sin tierra, brotan las margaritas. Siempre logra la vida abrirse paso.