A finales de agosto,
en la playa Area da Vila de Camariñas, bajo la sombrilla, a resguardo de un
cielo desvelado, escuchando vehículos y voces en sordina, los niños ajenos
afanados en su quehacer de castillos de arena, la mirada distraída triangulando
entre apacibles veleros anclados a tiro de piedra, los pies ocultos bajo la
arena, leyendo Melancolía de Péter Nádas y vencido por el sueño y
entonces cabeceando a las seis de la tarde, mientras soplaba una brisa fresca,
y un perro corría en pos del palo hasta la orilla, despreocupado de las
servidumbres del presente, me sentí feliz.