Me aboca al parque el reclamo de querer
ver la crecida del Ebro. Desde la orilla veo el agua espumosa haciendo
molinetes, cigüeñas crotorantes construyendo un hogar de palos entre los picos,
troncos desubicados camino de la sedimentación. Pienso, durante un instante, cómo
sería la ciudad -partida en dos por el río- sin el río, ni la ocre humedad, sin
puentes ni pasarelas, sin aparato circulatorio, en definitiva, y el ahogo
sucede al pensamiento que la caminata alivia. La mirada cautelosa dirigida hacia
la aguja de Palacio, a los altivos campanarios, en la otra orilla, detrás de la
inexistente muralla.
Envidias el fluido volar de los buitres, la ligereza de las cabras montesas en la cima, a las jóvenes amazonas vascas que te rebasan; mientras, tú, con tus pesados pies y el corazón tan acelerado, camino de la cumbre. Lo logras. Abajo Durango, el mar al fondo. Pero el viento, la posible lluvia, la concurrencia; todo anima al descenso. ¿Ves el hilo de tierra pegada a la roca? El magro camino que te abocará luego al bosque. Manzanas, nueces, castañas entre la tierra húmeda. Observas cómo en la tapia, sin tierra, brotan las margaritas. Siempre logra la vida abrirse paso.