La presencia airada, el
nerviosismo en la voz del par de jóvenes -en su precipitación informe de años-,
al preguntar si hay algún bar cerca desde donde ver el río, el Ebro, puntualizan.
Son rostros pescados de la ruta bacaladera y marina, varados ahora en el
interior, con ojos de agua teñidos de alcohol, deshidratados y desesperados, buscando
reparar la sed en el aliento húmedo del río, dilatado en sus márgenes. Marchan
sin dar las ¿merecidas? gracias a las precarias indicaciones recibidas, los
pasos decididos hacia el embarcadero, el río sin ocultar las estrías de colores
de los entusiastas kayakistas.
Envidias el fluido volar de los buitres, la ligereza de las cabras montesas en la cima, a las jóvenes amazonas vascas que te rebasan; mientras, tú, con tus pesados pies y el corazón tan acelerado, camino de la cumbre. Lo logras. Abajo Durango, el mar al fondo. Pero el viento, la posible lluvia, la concurrencia; todo anima al descenso. ¿Ves el hilo de tierra pegada a la roca? El magro camino que te abocará luego al bosque. Manzanas, nueces, castañas entre la tierra húmeda. Observas cómo en la tapia, sin tierra, brotan las margaritas. Siempre logra la vida abrirse paso.