Paras en la cafetería Iguazú. Pides una Radler y te la acompañan con unas patatinas fritas. Tomas asiento. Sacas de la mochila Minimosca y comienzas a leer. No me molesta el ruido cuando leo, porque aprendí a leer en todas esas casas en Londres, en Roma, en Lisboa, en el norte y el centro de África, llenas de niños y escaleras y amigos de mi padre, y leer, para mí, es como enajenarme, en el buen sentido. Lo intentas, pero no puedes concentrarte con el fuego cruzado de las conversaciones ajenas. No te enajenas ni ensimismas. Guardas la novela. Partes.