Hay
mucho de belleza ensimismada en Parthenope. Joven interpretada por Celeste
Dalla Porta, a la que parece estarle vedada la felicidad. Y antes el amor: el que
siente hacia su malogrado hermano. Su ausencia marcará el punto de inflexión de
la joven Parthenope. También el de sus progenitores.
Desde la villa frente al mar en la que vive, contempla la ciudad ante sus ojos. La vemos nacer en el agua. Igual de correosa que los peces, Parthenope no caerá en la celada de maridos o hijos. Si en eso consiste la libertad, esta será toda suya.
La película abarca desde su nacimiento hasta el momento en que Parthenope se jubila en la universidad, tras una vida en la docencia. Cumple así su deseo de ser antropóloga, sin que llegue a saber qué es la antropología, y quitándose, paulatinamente, de la cabeza la idea de ser actriz.
Viva e inteligente, Parthenope no desea sacar rédito a su belleza, sino a su inteligencia. Lo demuestra con sus agudas respuestas siempre a flor de boca. Sorrentino, como es marca de la casa, apabulla con imágenes preciosas, demasiado incluso. Con planos que parecen extraídos de un anuncio de perfumes o coches caros. Una estética que se demuestra hueco barroquismo.
La historia irá amalgamando momentos de Parthenope que no casan de ninguna manera. La joven estudiante de antropología vive en una espléndida villa frente al mar, pero lo desconoce todo de la gente que vive en Nápoles. Su experiencia le viene de los muchos libros que lee. Con calzador, a la joven se le manifiesta la ocasión de conocer nada menos que a John Cheever, náufrago en los mares etílicos. Luego, de la mano de Robè, conocerá la otra Nápoles, la de los barrios humildes y familias empobrecidas y apretadas en cuchitriles. Será testigo la joven, y otros muchos familiares, de la obligada coyunda entre dos jóvenes, consumando de este modo la unión de las dos familias. Y en una vuelta de tuerca más, Parthenope oreará el viciado aroma a sotana, en la catedral, con el aroma dulzón de su piel en sazón, para obrar el milagro, no el de la licuefacción de la sangre de Cristo, sino el del sexo con un obispo (postulado para Papa) harto de ser rechazado por las mujeres.
Así irá montando Sorrentino su película: a jirones, a retazos, sin que haya nada que los una, más allá de la presencia perturbadora de la bella Parthenope, cuya belleza y lozanía se irá marchitando. Pero no se abunda en ello. Las continuas elipsis nos llevan de los treinta a los sesenta años de Parthenope, la cual finalmente regresará a Nápoles, no se sabe bien a qué.
Si otras películas de Sorrentino como Las consecuencias del amor, Un hombre de más, La gran belleza o Fue la mano de Dios, han logrado emocionarme, Parthenope no lo ha conseguido por su inconexo e incoherente guion. Aunque quizás la libertad creativa exhibida por Sorrentino no deje de ser más que eso, la insubordinación a las reglas, el texto que vuela libre como el viento, sin asideros, sin la horma del camino trillado. Finalmente, una belleza como la de Parthenope centrifuga y drena todo lo que tiene alrededor. La película lo demuestra.