The Brutalist nos cuenta la
historia del judío László Toth a lo largo de varias décadas. Comienza con la
llegada de László -después de su liberación en un campo de concentración nazi, finalizada la Segunda Guerra Mundial- a los
Estados Unidos, mediados los años cuarenta del pasado siglo. La cámara se pega a los rostros y
las imágenes son su pegajoso aliento. Invertida veremos la Estatua de la
Libertad. Atrás ha quedado la mujer de László, recluida en otro campo de concentración.
No sabe si ha sobrevivido o no.
En Nueva York László tiene un primo que lo acogerá temporalmente en la trastienda de su tienda de muebles. László es un reconocido arquitecto húngaro y sus obras están presentes en Budapest, pero en su condición de inmigrante, antes y ahora, le están destinados los peores trabajos. Tras un primer encargo con una familia acaudalada la cosa no sale bien y László se emplea en una carbonera; duerme en un albergue y se evade (y subsume) con las drogas.
Quiere la
fortuna que el ricachón local de Pensilvania, Harrison Lee Van Buren, vuelva a
contactarlo. La Fortuna podemos entenderla aquí como una moneda de dos caras.
Harrison apadrina a László, lo emplea, le ofrece un proyecto estimulante (en el que László podrá llevar a cabo su obra más brutalista, atiborrada de cemento) y mueve
los hilos para que László se reúna con su mujer y con su sobrina (la cual veremos cómo más tarde se traslada al reciente estado de Israel, creado en 1948). La otra cara es mucho más
amarga. Harrison tiene un lado oscuro. Es evidente aquí la lucha de clases; esas miguitas que se lanzan a las palomas en los parques es la moneda que Harrison pone en la mano del pordiosero László. László y su lúcida mujer constatan en el correr de los años por tierras americanas que
todo está podrido. Que habitan una ciénaga.
Adrien Brody, en la piel de László,
plasma a la perfección su bajada a los infiernos (ver la película en versión original permite apreciar el esmerado trabajo de Brody en la creación de la lengua inglesa por parte de un inmigrante húngaro; y que según Harrison emplea como un limpiabotas), que no es tal, porque tras su
internamiento en el campo de concentración, su vida parece estar confinada a
una madriguera, a transitar sucesivos pasillos bajo tierra, en donde no parece posible que llegue
la luz de la esperanza, ni del nuevo día.
László afirma varias veces cuando le preguntan sobre su obra que no hay que explicarla, que su obra es. Algo parecido podríamos pensar acerca de la película de 215 minutos de duración. Pero no es así. Por eso resulta necesario un epílogo que dé sentido a la obra de Toth, con la que logró exorcizar su pasado, incluso trascenderlo y mostrarlo al mundo.