No Pradejón, sino el Pradillo camerano maquillado por la nieve. Azuzados por los cuatro grados bajo cero avanza el gusano multicolor de doce componentes. Temprana hora para los buitres leonados, ocultos en las oquedades rocosas. A la izquierda, a lo lejos, la carretera, a los pies la nieve triscando al ser hollada. A medida que vamos cogiendo altura veremos los árboles, esos prodigios de la naturaleza que cifran bien la insignificancia temporal humana. Seguimos las marcas blancas en los troncos de los árboles, vemos majestuosos robles, seguimos las indicaciones en el cartel de madera de la Quercus faginea. 600 años de existencia tiene El Roble Gordo de Pradillo y lo que le queda por delante. Desde la altura, observamos Gallinero de Cameros, al frente.
En el Alto de Peñabilanos hacemos
una pausa sobre piedras nevadas para almorzar. Cómo se pasa en la conversación de la carne del membrillo a la
naturaleza del orgasmo y a los gritos de placer para acabar con el orujo de membrillo es un misterio que las sabias montañas guardan.
El terreno está cada vez más nevado, pero el sol va derritiendo la nieve pasado el mediodía. Vemos alguna haya e incipientes acebos. La referencia en nuestro descenso será la alambrada rodeada de espinos; presos nosotros del instante que no queremos dejar escapar.
Al igual que la nieve se deshilacha,
el grupo irá goteando hacia Pradillo, hacia el puente medieval de un solo arco,
por el que mansamente pasa el Iregua y los excursionistas fatigados hacia los coches.