Que no
había que poner puertas al campo, pero tú ni puñetero caso. Ahí está ahora el
umbral que franqueas, la verja sin engrasar y chirriante. Hay una advertencia
en el lamento que desatiendes; tú siempre erre que erre. Apartas las ramas de
los ojos, las ortigas de los brazos, en esta casa ahora okupada, donde la naturaleza fue recuperando lo que era suyo.
Sigues avanzando hasta que desapareces entre lo verde y es entonces cuando
súbitamente espabilas, luchas, pataleas hasta ser escupido sobre el asfalto que
nunca debiste haber abandonado. Anda, cierra la puerta, pon el candado y márchate.
Envidias el fluido volar de los buitres, la ligereza de las cabras montesas en la cima, a las jóvenes amazonas vascas que te rebasan; mientras, tú, con tus pesados pies y el corazón tan acelerado, camino de la cumbre. Lo logras. Abajo Durango, el mar al fondo. Pero el viento, la posible lluvia, la concurrencia; todo anima al descenso. ¿Ves el hilo de tierra pegada a la roca? El magro camino que te abocará luego al bosque. Manzanas, nueces, castañas entre la tierra húmeda. Observas cómo en la tapia, sin tierra, brotan las margaritas. Siempre logra la vida abrirse paso.