Es tiempo de berrea y aunque la niebla no te permite ver ningún ejemplar, escuchas el sonido del deseo y la promesa de la cópula. Son mensajes lanzados de valle a valle, de montaña a montaña. Ruido de fondo al que no consigues poner rostro, ni cuernos. Dice tu amigo que es cuestión de esperar. Procedería entonces hablar de El desierto de los tártaros, pero callas. Baja la temperatura, oscurece y camino del coche algo se mueve rápido en la distancia. Es una hembra. Apuntas y disparas. No muere; alcanza la inmortalidad en la fotografía que tú estás viendo ahora.
Envidias el fluido volar de los buitres, la ligereza de las cabras montesas en la cima, a las jóvenes amazonas vascas que te rebasan; mientras, tú, con tus pesados pies y el corazón tan acelerado, camino de la cumbre. Lo logras. Abajo Durango, el mar al fondo. Pero el viento, la posible lluvia, la concurrencia; todo anima al descenso. ¿Ves el hilo de tierra pegada a la roca? El magro camino que te abocará luego al bosque. Manzanas, nueces, castañas entre la tierra húmeda. Observas cómo en la tapia, sin tierra, brotan las margaritas. Siempre logra la vida abrirse paso.