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Conquistadores (del abismo)

 


 Conquistar la página es avanzar por una selva intricada en pos del corazón de las tinieblas, siguiendo el deambuleo de Pizarro y sus hombres. El cara a cara con Atahualpa, en 1532, se saldará con la muerte de siete mil indígenas y un español, un esclavo negro. Eso dice la leyenda, a saber. Un grupo de soldados salvajes acabarán con un imperio, el inca, de un plumazo. Los españoles, conquistadores del abismo, tienen cañones, armas de fuego, caballos y una ira que se les desbordará en el pecho y creará el apocalipsis en la tierra; todo muerte, rapiña y destrucción. 
 
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La bolsa o la vida. La vida, pensó Atahualpa sin pensarlo apenas. Así se consumó el robo más perfecto de la historia. No se trata pues de ir al banco y hacerse con el botín, en un alarde de inteligencia o violencia, no. No se va en busca de El Dorado, porque El Dorado llamará a la puerta de Pizarro, cuando Atahualpa clame que la estancia en la que permanece retenido será colmada de oro, levantará el brazo y dirá Hasta aquí llegará el oro. Y otras dos habitaciones iguales se colmarán con plata. Pizarro, artífice del plan magistral, accede.  


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La codicia es una sed infinita que no solo se alimenta del vil metal, también de la sangre ajena: luego Atahualpa debe morir. Pide no ser chamuscado en la hoguera como Servet, y Pizarro, en su magnanimidad, asiente y hace que muera estrangulado, garrote mediante. Luego Pizarro y sus hombres deben seguir con su Conquista hasta arribar a Cuzco, a pata, en litera, a caballo. Ignora el autor cómo lograron hacer más de mil kilómetros, ascender montañas de más de cinco mil metros, sortear el frío, los barrancos, las heladas. El imperio incaico a fuego lento se descompone. Pizarro avanza.

 

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Cómo nubla las mentes el obnubilante dorado. El saqueo y la rapiña en aumento, violando cualquier ley, persona y tradición. Se exprime la tierra, los ídolos y fluye el oro hasta verse devaluado en su abundancia. La mosca detrás de la oreja: los incas han escondido el gran tesoro. Un tesoro que no aparecerá por ninguna parte. De igual modo que las moscas en la mierda, surgirá Pedro de Alvarado (conquistador de Guatemala) en el horizonte. El continente es un pastel, golosos los conquistadores. Sobre la mesa los derechos de conquista. Distintas crónicas afluyen en este luctuoso evangelio de sangre.
 

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Antes del encuentro entre Pedro de Alvarado y Pizarro, el primero ve cómo en su avance ralea su ejército despoblado, mientras la mano invisible del destino los va ultimando. El avance es una odisea sin paliativos. La naturaleza se enseñorea y si no los mata de frío los envolverá en cenizas volcánicas, descontada el hambre, la soledad y la incertidumbre. Y cuando, finalmente, llegue el encuentro y el reparto del botín y Pedro se encamine después hacia Chile, pondrá el grito en el cielo, pisando un suelo tan hostil y salitroso como infértil, abrazando el polvo, el vacío, la nada.  

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El Manco Inca o Inca Títere será aherrojado y sometido a cuantas atrocidades se le ocurran a Juan Pizarro y sus hombres. No es una alfombra, pero igual lame el suelo. Verá como sus mujeres son violadas por sus captores. Del caletre le surge una idea tan brillante como el oro. Hay unas esculturas de oro escondidas que él puede recuperar y traer. Hernando Pizarro lo libera y el Manco Inca se diluye en la selva. Aprende luego a montar a caballo, a disparar el arcabuz, a plantar cara a los conquistadores. Olvidémonos del títere. Recibamos al último emperador inca.

 

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Con su todo es ahora, con su nada es eterno, podría canturrear Almagro pocos meses atrás, tras ocupar Cuzco y fundar Trujillo. Pero ahora el porvenir se le complica y el futuro es un no-lugar, después de liberar a Hernando, el hermano de Francisco Pizarro, y soltar tan alegremente su último peón y quedar expuesto ante Pizarro, después de arduas negociaciones; después de haber conquistado un imperio y liarse a garrotazos goyescos, para matarse entre ellos, el dorado brillo de la codicia en los ojos, convertidos en pedernales. La guerra civil siempre en la sangre, ese canto de sirena insoslayable. 

 

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En la cubierta del libro cae del pedestal la escultura de Diego de Mazariegos en San Cristobal de las Casas, otro conquistador como Pizarro. Morirá Pizarro (1541) asesinado, ultimado, no por los indígenas, sino por los españoles. Como una res brava se defenderá hasta su fin de las muchas estocadas, lanzadas y puñaladas de sus enemigos. Vuillard no enaltece el descubrimiento ni la conquista, tampoco a los conquistadores porque son hombres movidos por la codicia y la avaricia. Sádicos, brutales, irrespetuosos; sombras ominosas. Vulneran toda ley escrita y humana. Conquistan un imperio. Pero son extraños, ladrones, la rapiña su quehacer.