La codicia es una sed infinita que no solo se alimenta del vil metal, también de la sangre ajena: luego Atahualpa debe morir. Pide no ser chamuscado en la hoguera como Servet, y Pizarro, en su magnanimidad, asiente y hace que muera estrangulado, garrote mediante. Luego Pizarro y sus hombres deben seguir con su Conquista hasta arribar a Cuzco, a pata, en litera, a caballo. Ignora el autor cómo lograron hacer más de mil kilómetros, ascender montañas de más de cinco mil metros, sortear el frío, los barrancos, las heladas. El imperio incaico a fuego lento se descompone. Pizarro avanza.
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El Manco Inca o Inca Títere será
aherrojado y sometido a cuantas atrocidades se le ocurran a Juan Pizarro y sus
hombres. No es una alfombra, pero igual lame el suelo. Verá como sus mujeres
son violadas por sus captores. Del caletre le surge una idea tan brillante como
el oro. Hay unas esculturas de oro escondidas que él puede recuperar y traer.
Hernando Pizarro lo libera y el Manco Inca se diluye en la selva. Aprende luego
a montar a caballo, a disparar el arcabuz, a plantar cara a los conquistadores.
Olvidémonos del títere. Recibamos al último emperador inca.
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Con su todo es ahora, con su nada es eterno, podría canturrear Almagro pocos meses atrás, tras ocupar Cuzco y fundar Trujillo. Pero ahora el porvenir se le complica y el futuro es un no-lugar, después de liberar a Hernando, el hermano de Francisco Pizarro, y soltar tan alegremente su último peón y quedar expuesto ante Pizarro, después de arduas negociaciones; después de haber conquistado un imperio y liarse a garrotazos goyescos, para matarse entre ellos, el dorado brillo de la codicia en los ojos, convertidos en pedernales. La guerra civil siempre en la sangre, ese canto de sirena insoslayable.
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En la cubierta del libro cae del pedestal la escultura de Diego de Mazariegos en San Cristobal de las Casas, otro conquistador como Pizarro. Morirá Pizarro (1541) asesinado, ultimado, no por los indígenas, sino por los españoles. Como una res brava se defenderá hasta su fin de las muchas estocadas, lanzadas y puñaladas de sus enemigos. Vuillard no enaltece el descubrimiento ni la conquista, tampoco a los conquistadores porque son hombres movidos por la codicia y la avaricia. Sádicos, brutales, irrespetuosos; sombras ominosas. Vulneran toda ley escrita y humana. Conquistan un imperio. Pero son extraños, ladrones, la rapiña su quehacer.