No sabes si saludar o no. Decides que no. No vaya a ser que pese a la distancia acabes empapado. No quieres importunarlo; la izquierda al miembro, la derecha al móvil. Suena una llamada entrante. Aquí meando, responde. Al otro lado de la línea no se hace el vacío pues se asume como una frase hecha; algo que hoy la modernidad permite: el acto de mear ya no es un acto solitario y de vaciamiento ensimismado. Cuando entra una videollamada, y va a contestar, has acabado. Marchas. Antes lo ves dirigir el móvil hacia su limaco de carne, decir: Saluda.
Envidias el fluido volar de los buitres, la ligereza de las cabras montesas en la cima, a las jóvenes amazonas vascas que te rebasan; mientras, tú, con tus pesados pies y el corazón tan acelerado, camino de la cumbre. Lo logras. Abajo Durango, el mar al fondo. Pero el viento, la posible lluvia, la concurrencia; todo anima al descenso. ¿Ves el hilo de tierra pegada a la roca? El magro camino que te abocará luego al bosque. Manzanas, nueces, castañas entre la tierra húmeda. Observas cómo en la tapia, sin tierra, brotan las margaritas. Siempre logra la vida abrirse paso.