Haz del día más corto del año el más cundido. Madruga, pero no demasiado, y aprovecha del buen hacer de un conductor de primera, para cruzar en autobús al otro lado del León Dormido, junto a otros cuarenta y tres excursionistas. La niebla se disipa y la lluvia no hace acto de presencia. Comienza la leve ascensión. No es un calvario, pero verás la cruz de Arluzea, el buzón, el horizonte replicándose en la distancia. La Navidad y el Belén van de la mano. Uno chiquitín quedará instilado en la roca del arco de la Balzarra. Suenan los villancicos. Huyen las aves. Imposible competir con el trino de los pájaros. Luego el descenso. Arluzea tiene 35 vecinos. Somos 44. Ocupamos el municipio en plan bien, porque dejamos la quesería bajo mínimos. En esa tierra extraña que es el Condado de Treviño -una isla burgalesa en territorio vasco-, acabamos en Ascarza, en una sidrería. La comida es sota, caballo y rey. Muy buena, sí. Lo importante aquí son las canciones. Una canción no es canción hasta que la canta el pueblo, dijo alguien. Así es. En el comedor, las voces del grupo se fundirán con las de otra familia, celebrando un cumpleaños, y las canciones, una vez hemos dado cuenta del queso, el membrillo y las nueces, se sucederán una tras otra. Incluso sonará, al violín de un joven talentoso, el Bésame… bésame mucho. Pensarás en una canción de Sabina, esa que dice ¿Cómo van a caber tantos besos en una canción? Y te lo aplicas ¿Cómo meter tantas cosas de un día tan apretado, tan pródigo en emociones y tan gozoso, en apenas 275 palabras?