Aunque la mirilla esté sucia y deforme el rostro, lo reconoce. Abre la puerta, lo estrecha entre sus brazos flácidos. De cerca ve que se ha echado varios continentes encima. El rostro es un mapa ajado o un pergamino a descifrar. Lo acomoda en el orejero y rompe a hablar con tanta prisa que parece que la muerte le hubiera dado un ultimátum. Lo escucha con atención, pero apenas retiene el tropel de palabras desventuradas, nombres, fechas, lugares, países, ríos, cementerios. No dejes que me duerma, ruega con la voz desfallecida. Y seguirá hablando hasta que me venza el sueño.