Penélope lo mira desde el umbral y le reclama un beso. Él se acerca y se lo da, estrechándola entre sus brazos fornidos. Él desconoce que luego la Odísea contará sus gestas, que el texto, ahora entre tus manos, se volverá inmortal. Siempre le trae Ulises algo después de sus múltiples viajes. No, no es un viajante, sino un guerrero, un diplomático marcado por su sagacidad. Penélope tiene hoy un presentimiento. El umbral es en ese momento un abismo. Dos décadas llevan ya percutiendo en su cerebro las últimas palabras -fueron dos- de su amado a la partida. No tardo.
Envidias el fluido volar de los buitres, la ligereza de las cabras montesas en la cima, a las jóvenes amazonas vascas que te rebasan; mientras, tú, con tus pesados pies y el corazón tan acelerado, camino de la cumbre. Lo logras. Abajo Durango, el mar al fondo. Pero el viento, la posible lluvia, la concurrencia; todo anima al descenso. ¿Ves el hilo de tierra pegada a la roca? El magro camino que te abocará luego al bosque. Manzanas, nueces, castañas entre la tierra húmeda. Observas cómo en la tapia, sin tierra, brotan las margaritas. Siempre logra la vida abrirse paso.