El primer
fin de semana de abril siempre íbamos a una sidrería. Cari, mi mujer, y yo.
Ahora Cari no está. Bueno sí, sí está: está muerta. Yo he decidido no cambiar
mis rutinas para que mi vida en solitario siga yendo por la vía estrecha de la
cotidianidad que me impongo a diario. He decidido hacer solo aquello que antes
hacíamos juntos y el resultado está siendo nefasto, pero como soy muy cabezón,
cuando la práctica desdice a la teoría, me quedo con la teoría y sigo
intentándolo.
Comer sin
compañía es un coñazo, pero tampoco entiendo a esa gente que no tiene ningún
problema en comer en los restaurantes embebidos en las pantallas de los
móviles. Sí, echo mucho de menos la conversación con Cari porque pienso que es el
maridaje perfecto a la comida. Afortunadamente hoy el salón comedor estaba a
rebosar de gente y de luz, y si antes Cari me marcaba en corto, ahora hago más
kilómetros que Roberto Carlos (el futbolista) por la banda. Al poco de haberme
ventilado un par de choricillos, tan tímidos y escuchimizados los pobres que
apenas se dejaban ver por el brocal de la cazuelilla de barro, ya estaba junto
a la barrica estirando el brazo al encuentro del chorretón de sidra, rompiendo y
espumando este en el borde del fino cristal. Sentía ajeno, incluso extraño y
desagradable todo aquel ánimo de algarabía y despiporre pegajoso exhalado desde
los vociferantes grupos a mi alrededor. Después de comer la tortilla de
bacalao, menos jugosa que un plato de frisbee, constaté que se me hacía cuesta
arriba volver a la mesa y cada vez pasaba más tiempo en las faldas de la kupela,
cual Rómulo buscando los maternales pechos nutricios. No era el único que había
encontrado acomodo en el amparo etílico. Otros camaradas bilbotarras con
bufandas rojiblancas hacían lo propio y con los choricillos en los bollos de
pan elaboraban improvisados choripanes que despachaban entre trago y trago de
sidra al grito de ¡¡¡campeones!!!, y me alegraba y entristecía al mismo tiempo,
pues siempre he sido un perdedor (la única fortaleza ganada fue Cari), un campe-off, como dicen los ingleses.
Cuando llegó
el chuletón a la mesa no me quedó otra que tomar asiento. La piedra estaba
caliente. Lo comprobé al acercar el antebrazo derecho con la inscripción
"Cari" (en cirílico) y pasarla por la piedra. Sé que Cari me hubiese
puesto de vuelta y media, pero sé que también le gustaban mucho mis salidas, el
que no hubiera por dónde cogerme y no porque estuviese entrado en carnes (retengan
la imagen del palito de un chupa chups) sino por ese punto (ciego) de
improvisación e inamovible disposición para ir poniendo cargas explosivas en
todo aquello que permaneciese en pie bajo el Paraguas de la Monotonía, lo cual
no impedía que rutinariamente el primer fin de semana de abril…
Sé lo que están pensando: si acabase aquí mi historia sería circular.
Pero no es
el caso y avanzo a medias, digresiono errático errateando, porque cuando el
pasado lunes mi sobrina me habló del Principio de Arquímedes inclinada sobre la
bañera a rebosar e introduciendo en ella su peluche enfundado en neopreno,
haciéndome ver que el volumen que entraba al introducir el peluche, era el
mismo que el que salía, el agua cubriendo el suelo, yo no veía un peluche sino
a Cari, y no entendía cómo su ausencia me podía pesar tanto. Cómo Cari (la
ausencia de Cari) era capaz de desalojar tantísima agua no estando ella
presente y sin que mediara su cuerpo (redundancia necesaria destinada a los lectores
materialistas). Pensé en comentárselo a mi sobrina, pero si en física era una
alumna brillante, en metafísica era una negada, luego lo dejé correr y entre
los dos fregamos el suelo, vaciamos la bañera y agradecí sus explicaciones
sobre el segundo principio de la termodinámica, algo relativo a la entropía del
universo que siempre aumentaba…
dispuse la
grasa en la piedra, bruñida de repente. Al echar los lingotes de carne los vi
deslizarse con la destreza de una patinadora olímpica. Tenía que frenarlos con
el tenedor para no verlos despegar. Apenas la asomaba, vuelta y vuelta en la
piedra y entraba tierna en mí; la carne se deshacía en mi boca y pensaba en
Cari, en la carne que comía carbonizada, no al punto más sino al punto y cinco
más, y ya puestos, ¡¡¡óooordago a todo!!! Pensé, confundido, en lo jodido
que es cuando el hueso no te deja ver la carne. Pero quedé satisfecho. La ingesta
de sidra sé que ayudó a suavizar las cosas y a coger perspectiva (cierta inclinación
torrepisesca). De nuevo en la kupela le di dos viajes más a la sidra, hasta que
sobre la mesa vi ver aparecer la santísima trinidad sidrística: membrillo,
queso y nueces. El membrillo me entraba como a los bebés la teta, y el queso,
aunque se me pegaba en el cielo del paladar me hizo recordar los veranos en el
caserío con mis primos guipuzcoanos, en donde elaboraban un idiazabal que nunca
probaría más rico. Con las nueces no pude, no atinaba. Estaba dispuesto a pagar
un suplemento por tenerlas cascadas en el plato. Antes del café me invitaron a
un chupito de color verde dentífrico. En estos casos no se pregunta, se bebe y
luego se pregunta. Era kiwi.
Luego me
tomé el café solo, sólo: el eco de la soledad tirando de mí para encarrilarme por
el arcén en dirección al pueblo, apenas a un kilómetro. Vi un barrio de bodegas,
todas ellas del tamaño de un chamizo. Estaban vacías, sucias y con evidentes
síntomas de abandono. Entré en una al azar. Los manchurrones en la pared
renegrida eran la faz de Cari. La reconocí en la nariz afilada y las cejas
velludas. Pero sus labios eran más gruesos. Acerqué los míos y los aparté al
punto para buscar el aire y superar las arcadas.
El pueblo
comenzaba poco después de abandonar el barrio de las bodegas. ¿Ya no se respeta
la siesta en este país? Alguien debía formularlo por escrito, aunque sea en
este diario que escribo a instancia de mi terapeuta. No sé si el tardeo es una
moda o ha llegado para quedarse. Si lo hemos importado o ha sido una costumbre
que estaba ahí latente esperando a eclosionar.
Las terrazas
estaban medio desiertas, mientras los devotos del tardeo se congregaban en una
ventana por la que salía expelida la música flatulenta. Era un grupo mixto de
hombres y mujeres, todos muy animados y bailongos y atractivos (o quizás eran
los daños colateralestéticos del alcohol), cantando e imponiéndose por encima
de la música y del alfeizar y pidiendo canciones sin parar. Ordené a un
camarero hipster dos Baynes: el pacharán favorito de mi Cari, y me los eché al
coleto. Me dio tal subidón que alanceado me sentí para saltar al albero. No sé
cómo llegué hasta la música, a la ventana, al grupo de gente que me escrutaba con
más curiosidad que recelo. Después de la ronda a la que convidé ya fui uno más
de la cuadrilla. Porque eso del homo
homini lupus es una soberana estupidez y sonaba Hablando en plata y me transformaba en Melendi, engolando la voz. Cambiaban
de género (las canciones) y me hacía con Al
compás de la Muñeira, también yo naufragando en aquel secarral sin playa. Con
La gata bajo la lluvia (y el eco
trayéndome en su retorno un gato triste y azul, aquí sí Roberto Carlos: el
cantante), con No puedo vivir sin ti,
nasalizando mi emoción y llorando tan sinceramente que dos mujeres me consolaban
mientras mis ojos incontrolados buscaban el abismo del escote, el perfume
dulzón de la carne tibia como cerdo trufero, tridimensionalizando mi inextinguible
deseo. Sonaba Tribu comanche y no
dejaba de sorprenderme la manera que tenía de hacer el indio, de perder el
norte.
Al mirar el
reloj de pulsera vi que en diez minutos partía el Metropolitano que me regresaría
a la ciudad. Salí pitando. A mi espalda un reguero de rostros tristes y abatidos
durante los veinte segundos que mediaron hasta que volvieron a abrevar en copazos
del tamaño de una pila bautismal. Allá los dejé con Raffaella, cantándome a mí,
sí a mí: a Pedro. Pedro, Pedro, Pedro,
Pedro Tornerò da te... ¡Ójala!, maldije.
Y al llegar a casa las arcadas, el mareo, el para qué cojones bebo si me
sienta fatal, el vómito, los ojos fuera de sí, las venas ramificándose en los
párpados...
Qué cafre eres, me decía mi Cari, y aunque sabía que ella tenía razón yo
le arrugaba el morro y mostraba los colmillos en un acto reflejo. Sé de buena
tinta que de verme ahora fundiéndome la pensión de viudedad devastado por la
fiesta, apalizado por el alcohol y hecho un trapo, me diría Cafre más que
cafre... y yo le arrugaría el morro, pero sabiéndome vivo, vivo y feliz.
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