Es tan comprensible el canguelo creado por los incendios en el imaginario colectivo, que a finales de agosto, cuando en un monte la humedad exude su velo blanco, hay quien dirá que se trata de un incendio. Más de cerca, en la carretera, se aprecia mejor la bruma, el velo que, como la procesionaria, corona los pinos. Antes, el paisaje se agudiza y enrisca camino de Ansó, en un desfiladero: la foz de Biniés, en donde el vehículo en su continuo zigzag es enhebrado en la montaña. Abajo el río, lazo plateado que ofrece diversas pozas y posibilidad de baño, para un calor que ya, afortunadamente, en estas latitudes pirenaicas, ha remitido. Es Ansó un pueblo con encanto, tal y como hace saber al viajero un cartel; un encanto real, plausible y godible. Lo constatará más tarde, al caminar por sus empinadas cuestas y calles pródigas en piedra, con adoquines que dificultan el acarreo de la madre, tirando como un sherpa del carro de su hijo: bípedo que no hará ningún esfuerzo por aliviar a su madre de tan gravosa carga.
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De oca en oca y de valle en valle, el viajero tan pronto estará en Ansó como en Hecho, caminando entre los puestos del mercado, comprando miel de pirineo, bajo un calabobos que cala bastante poco, contemplando la estatua de un hombre y una mujer muy bien ataviados con los vestidos del lugar; el tradicional traje cheso. Sorprende el fino trabajo en la piedra, el abullonado en el vestido de ella. Luego, abrazando el arte, será menester visitar el Monasterio de Siresa, no en las afueras, sino en la misma Siresa. Un fuerte aguacero propiciará y hará agradable el ingreso (temporal) en el monasterio. Un Cristo románico, en madera, crucificado, delgaducho y estirado como las esculturas de Giacometti; también retablos bien iluminados, en un acertado juego de luces y sombras, consolarán el alma y la sed de arte con su belleza sacra. Presidiendo el altar mayor Pedro, las llaves en la mano derecha; un sereno vigilante muy aplicado.
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Y como el viajero no entiende de fronteras y Huesca
y Navarra están a un paso, Roncal será la próxima parada. No buscando su famoso
queso, sino como fruto del azar. Es Roncal otro pueblo con encanto. Inopinadamente llegará el viajero a la casa (hoy Casa Museo) de Julián Gayarre, el mejor tenor de todos los tiempos o eso dice la leyenda, pues a su muerte no quedaron grabaciones, aunque ya se hubiera inventado el fonógrafo. Quedará complacido el viajero al conocer cómo Julián, proveniente de una familia humilde, que trabajó como pastor y dependiente, ayudó a tantos vecinos e hizo tanto por su pueblo y murió reconocido en todo el mundo por su voz. Como no hay prisa y sí tiempo, la visita al cementerio caerá sobre su propio peso. Permanece cerrado pero detrás de la valla el mausoleo, obra de Mariano Benlliure impresiona por su tamaño y belleza. Almorzar contemplando dicho mausoleo tiene algo de macabro, pero el hambre se impone y pasar del dicho al hecho. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, bien atiborrado de chorizo y salchichón.
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En Jaca el viajero visitará la Ciudadela, un castillo singular, por lo achaparrado. Un baluarte defensivo de muros bajos y gruesos, provisto de cañones. Olvidemos las antiguas saeteras y demos la bienvenida a la modernidad, a las picadores de carne que permiten matar personas en cantidades ingentes. Al fondo las montañas y otra baluarte que avisaría de la llegada de los franceses. En el interior del castillo exposiciones de miniaturas militares. Un trabajo minucioso y prolijo que causa sorpresa y alborozo, y evoca los microgramas de Walser y que requeriría de cristales con aumento para apreciar todos los detalles. Fantasea el viajero con miniatuarizar también tanto empeño bélica en destruir todo y a todos, con tantas guerras en curso y un horizonte cada días más negro. La visita, despejando estos infaustos presagios, se verá redondeada con las espléndidas, expresivas y vívidas fotografías de Ismael García, en la exposición La mirada ajena, que permite viajar a la India y escrutar los rostros de las gentes.