Crónica de una muerte anunciada

Veía el documental sobre Marc-André Leclerc y no dejaba de preguntarme dónde es capaz el ser humano de situar sus límites. Al ver a Marc-André escalar paredes verticales heladas equipado con crampones y piolets, sin cuerda, te preguntas cuando dejará de acompañarle la suerte, porque el joven, como se ve en el documental no esconde que lo que hace es peligroso, que son muchas cosas las que pueden fallar, máxime si la escalada es sobre paredes heladas, agua solidificada, que en cualquier momento puede resquebrajarse. Marc-André escala montañas y lo hace fuera de los focos. Su pasión no es nada mediática. Es una especie de Salinger de las montañas. Después de ir a la Patagonia y ascender en invierno la Torre Egger,  en la escalada a las Torres de Mendenhall, en Alaska, equipado con cuerda y acompañado de Georges Johnson, en el descenso algo falla y les sobreviene la muerte, con veinticinco años. 

«No tenemos un tiempo escaso, sino que perdemos mucho. La vida es lo bastante larga y para realizar las cosas más importantes se nos ha otorgado con generosidad, si se emplea bien toda ella. Pero si se desparrama en la ostentación y la dejadez, donde no se gasta en nada bueno, cuando al fin nos acosa el inevitable trance final, nos damos cuenta de que ha pasado una vida que no supimos que estaba pasando»

 Es muy posible que Marc-André no hubiera leído a Séneca, pero tenía muy claro cómo debía aprovechar su tiempo. Los veinticinco años que vivió, visto el documental y su entrega diaria, los exprimió al máximo. 

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