Después de ver la película, leí la reseña que escribí en su día, cuando acabé la novela de Denis Johnson. Veo que el libro y la película tienen poco que ver (la película incide más en lo introspectivo). El protagonista, Robert Grainier, vive ocho décadas. Pero tras un hecho infausto parece que toda su vida posterior careciera ya de propósito; la cual durará casi cinco décadas mas. Llegará a ver al hombre en el espacio. No conocerá Robert a sus padres biológicos. Sin hermanos ni familia, la llegada de una mujer y la hija con ella será su tabla de salvación. Luego el naufragio. Robert se convierte en un ermitaño, abunda en la soledad y el silencio. Se verá atormentado por los fantasmas personales y será incapaz de perdonarse a sí mismo. El no estar (Robert trabaja talando árboles y pasa temporadas fuera de casa: una cabaña en un bosque, junto al río) cuando se hizo necesario lo irá devorando. Olvidemos cualquier grandilocuencia, aquí el espectáculo es mínimo, el de la vida sencilla, a ratos contemplativa. La de un ser vivo más (Robert) tratando de conectarse al medio. Queda un poso de tristeza, tras un ejercicio práctico de nihilismo. Ocho décadas dan para mucho, pensamos, pero duran un pestañeo: esa es la lección.

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