Te dices que la AEMET nunca acierta y que si dan lluvias serán cuatro gotas, y ni corto ni perezoso, antes del mediodía ya estás en el camino. Atrás queda el campo de futbol de La Naval, delante un camino desierto. Esta vez no hay polifonía de cencerros y ladridos. Las abundantes aguas recientes se han transformado en lagunas improvisadas en las que incluso los patos se dan un chapuzón, al otro lado de la valla de espino. Continúas y antes de llegar al altozano dejas la ermita frente a ti, para tomar la senda de la izquierda y descender hasta un pilón. Piensas si Elba o Acantilado habrán dedicado ya un ensayo al fabuloso mundo de los pilones, siempre condenados a vivir en horizontal. El que ves, según la inscripción en la piedra, tiene siete décadas de vida y ahí anda ensimismado en la caricia del agua. Avanzas por el camino, y a tu derecha ves unos ladrillos, el proyecto de una casa. Piensas en un Thoreau moderno que no necesitase de un lago, sino de una torre de...
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