Dejamos la carretera que nos conduciría a Baños de Río Tobía para visitar el museo al aire libre que es Camprovín. Aparcamos en una explanada en las faldas del pueblo y el ascenso, tras la curva, deja a nuestra izquierda un edificio gigantesco de finales del XIX; hoy las ruinas de la fábrica de chorizos Iris. Gusto da caminar entre tantas muestras artísticas, observados por las caras que escrutan desde los murales, en las fachadas. Viendo en un cartel las posibles rutas posibles partiendo de Camprovín, regresamos al pasado, al tiempo de los romanos; antaño Campus pro vinae, hogaño Camprovín. Y si la mirada se alza, la pupila se verá desvelada por el impacto brutalista, el hormigón a la vista, en la torre de la Iglesia San Martín. Obra de Gerardo Cuadra.
*
Después de deleitarnos en el restaurante Valdevenados con un buen plato de caparrones, secundado con sus sacramentos y guindillas y un bacalao con pimientos confitados y una tarta de zanahoria que quita el sentido, pero que no borra el recuerdo, decidimos bajar la comida (sea esto lo que signifique) caminando por las calles de Anguiano, bien custodiados por los gigantes calizos, digamos que montañas, hasta salir del pueblo y tomar un sendero a la izquierda, porque queremos caminar y buscarle también un sentido a la marcha: el objetivo es llegar a la Ermita de Santa María Magdalena. El terreno pica para arriba. A la derecha el agua entubada, como si a la naturaleza alguien hubiese decidido ponerle una vía, no para alimentarla, sino para drenarla. Casi veinte minutos después vemos un edificio de piedra, las ventanas cerradas, la campana muda en lo alto. Corremos el cerrojo de la verja hasta plantarnos frente a una fuente. Una figura amorfa, de piedra, quizás de alabastro, asemeja una virgen tosca, a medio pensar. Vemos manar el agua hipnotizados. Luego leeremos que son quince caños, que la fuente es menguante, que el agua mana, más en invierno que en verano. Detrás de la ermita hay mesas de piedra redondas comidas por el verdín y solitarias, porque no está el día para merendolas.
Volvemos por el sendero con las manos frías en los bolsillos. Al frente, Dios practica repostería; así las crestas empolvadas con azúcar glasé. Antes de coger el coche es menester un cafecito caliente en La Herradura. Tres excursionistas pasan de largo, mientras soplamos para enfriar la leche. Una de ellas canta. Desde que tú no me quieres, yo todos los días me muero.
Robe, estás en todas partes.