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Peñas de Viguera. Barranco de Badén y del Infierno

La ruta la iniciamos en el pueblo de Sorzano (llegamos el día anterior a la celebración del rito de las Cien Doncellas). En la plaza de los danzadores se manifiesta la majestuosa naturaleza mediante un chopo o álamo negro. Un árbol singular de más de doce metros de altura, con una ancha cinta evitando que su tronco se desparrame. ¡Ojo, nos contemplan 130 años de vida!   


Un par de horas después de comenzar la ruta, y tras haber caminado unos metros por el arcén de la carretera, cogeremos luego un camino público que atraviesa una propiedad particular, en la que nos advierten que hay que tener cuidado con los perros. Más adelante sorprende encontrar entre la maleza un gran muro de piedra. Nada menos que un castillo revistiendo unas cuevas. Es el Castillo de Castañares de las Cuevas o las Cuevas de los Moros. Quedan restos de un par de paredes de piedra, una puerta y también ventanas con asiento y saeteras, de las que se deduce que en su día hubo tres alturas en el recinto fortificado. 

 

El plato fuerte es el barranco de Badén (si cuando vamos por la carretera, el badén o resalto es una protuberancia en el asfalto encaminada a reducir la velocidad del vehículo, aquí el Badén será una depresión, un estrecho camino que discurre entre farallones de piedra). Pero antes hay que fajarse y ascender. 

Y levantar de vez en cuando la vista de la suela de los zapatos para contemplar las jaras, los nazarenos (o penitentes), la lavanda, la caléndula. O bien pasar la mano por el abundante y fragante tomillo y alimentar bien los sentidos, comenzando por el olfato. 

 

Ya en Badén la excitación o la imaginación, o quién sabe qué, nos lleva a comparar lo que vemos con la Ciudad de Petra, con el Cañón del Colorado. 

Las oquedades, las grietas, no son óculos ciegos, sino el Ojo de Dios. 

 

Aunque el que ve un ojo (o pupila gatuna) también puede ver un clítoris en la piedra rosada. Todo ello debido a que el sol incide en la piedra, de la que extrae los característicos colores rojizos, naranjas, o negros (allá por donde discurre el agua).

Hay quien dice que estamos en una selva, en un parque natural en alguna de las Islas Canarias, o incluso en Guatemala, habida cuenta la feracidad de la naturaleza, gracias a una primavera que bien provista de agua se enseñorea por cada rincón, en forma de plantas de un verde muy vívido. 

Sin que el barranco de Badén llegue a asemejarse al infierno que transitaremos luego, la ruta tiene su atractivo, cuando haya que descender por los peldaños metálicos fijados a la roca y emplear las cuerdas fijas.

A las tres pararemos. No para ver el telediario sino para echar mano de las viandas y reponer fuerzas y líquidos. Aún nos queda la mejor parte de la ruta. Pero no esperemos un cancerbero en la entrada hacia el barranco del infierno, sino los mugidos de la vacas en una explotación ganadera cercana. La entrada no se diferencia del resto de zarzas y la abundante vegetación. En ese momento más que andar somos enhebrados.

Somos veintidós excursionistas. Un grupo compacto a ratos y también deshilachado. El barranco es infernal desde el comienzo. La sensación es la de ir por el intestino más delgado que grueso del estómago de la Naturaleza, con la esperanza de ser defecado, en algún momento, al fondo del barranco: allí donde reina la luz y quién sabe si se ubica también el Paraíso.

 
Pero antes de ese momento habrá que pisar un terreno húmedo, afanosas escorrentías, sentir el pálpito húmedo de la piedra, la caricia de las lenguas de ciervo (escolopendras), soñarte un Tarzán ante tanta liana a mano, y luego remontar por entre las gigantescas y resbaladizas piedras, echando mano de la cuerda que se nos ofrece o de los poderosos brazos de Javier y César: nuestros emperadores, capaces tanto de catapultarte como de llevarte en volandas. 

 En el último tramo la pendiente es tan elevada y tan resbaladiza que resulta muy oportuno echar mano de la cuerda que discurre por el suelo cual alargada sierpe; nada que ver con la diminuta víbora que vimos al comenzar la ruta. Así, poco a poco el grupo llega a la cima, camina hacia la luz, y logra su objetivo. 
 

Después aún queda algún repecho hasta la cima de Peña Moya y Cerro los Cantos, donde las pupilas se colman de horizonte y luz. Abajo pueblos: Viguera y otros montes: Peña Bajenza. En lontananza, Logroño y el León Dormido. 

 
El descenso es campo a través, la vegetación lamiendo nuestras piernas. Hay quien dice sentirse como Heidi. Es la manera que tiene la felicidad, en forma de memoria, de tomar la palabra.
 

Sorzano está a tiro de piedra. Aceleramos el paso para llegar a la plaza, donde saciaremos nuestra sed en el agua fresca que mana de la fuente. 

 

Después veremos el belén articulado, próximo a la plaza. Finalmente, un rato de charla, entre bebidas, patatas fritas, huevos rellenos, quesada y para casa, ¡que la hemos echado larga!

Casi veinte kilómetros de una ruta difícil de olvidar.

 

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